Buscar Iniciar sesión

Justiniano II: el emperador de la nariz de oro

Ha pasado a la historia por su crueldad con los enemigos y el empeño de realzar la belleza de Constantinopla
La RazónLa Razón

Creada:

Última actualización:

No había nacido en Chicago ni tampoco era un prófugo de la ley, pero como los grandes forajidos de leyenda arrastraba una cicatriz en la cara y era conocido por el sobrenombre de «rhinotmetos», nariz cortada, aunque la posteridad lo recordaría para siempre como el «emperador de la nariz de oro». Justiniano II (669-711) fue un personaje de novela, a la vez despótico, inteligente y cruel. Un regente hábil y valiente de temperamento, prudente como militar, pero osado en la batalla, que perdió el trono y lo volvió a recuperarlo por la fuerza. Nació en una época que se lo enseñó todo, un periodo multicultural, de fronteras inestables, imperios conquistadores y pueblos paganos, donde las cortes estaban repletas de conjuras, traiciones y alianzas ominosas.
Accedió al trono cuando solo era un muchacho de 16 años y contaba con la herencia de su padre, Constantino IV, que rompió el cerco que los árabes habían levantado alrededor de Constantinopla, salvando a la ciudad del Islam y posiblemente de un saqueo de esos que nunca olvidan mencionar las crónicas por la violencia y la rapacidad. El joven heredero, un espléndido soberbio, no tardó en dar muestras de esa impetuosidad común que caracteriza a los adolescentes regalados de sí mismo y de temperamentos osados, uno de esos altivos que se consideran a salvo de las flechas del destino por su estatus y por ser ellos quienes son. En una contradicción gloriosa, era piadoso y devoto y a la vez vengativo y despiadado, lo que demuestra que aprendió bastante poco del servicio religioso a la hora de impartir misericordia entre los demás, lo que resulta un hecho común cuando hablamos de política.
Combatió con ahínco a los maniqueos, una de las herejías más extendidas y que los Papas tildaban de peligrosa para la fe . También persiguió el culto de Dionisos, que, en las áreas rurales del imperio bizantino, solía invocarse durante las semanas de la vendimia, como no podía ser de otra forma, y se reveló totalmente inflexible a la hora de atajar las «Brumalia», una fiesta que se celebraba en el mes diciembre y que se remontaban a época griega.
Todo el celo de su fe lo derrochaba para salvaguardar a la iglesia ortodoxa, pero no a la de Roma, por la que no sentía demasiadas adhesiones ni afinidades. De hecho, convocó el llamado Concilio Quinisextum, un evento que debía haber ayudado a cerrar las heridas entre el culto católico y el oriental, pero lo único que hizo fue agrandar la brecha que existía y, además, le convenció de enviar sus tropas a Rávena para que trajeran al Papa Sergio ante su presencia para juzgarlo, aunque la resistencia de la ciudad se reveló mayor de lo que había pensado no pudo dar satisfacción a su antojo. En aquella época ni siquiera los monarcas cumplían todos los deseos que se le antojasen.

La revuelta de las élites

Durante su primer reinado no tardó en dar pruebas de arrojo y liderazgo conduciendo una expedición de castigo a tierras eslavas que lo afianzó como capitán de ejércitos entre sus hombres, encabezó alguna proeza que el dio renombre, y, de paso, apuntaló todavía más su jactancia, una virtud extendida entre los soberanos y de la que él, precisamente, no iba corto. Llevó a su imperio miles de esclavos (con los que colonizó después algunas tierras suyas, lo que ayudó a impulsar la economía), pactó con los árabes, aumentándoles los tributos que tenían que entregarle, y acometió una reforma fiscal que sentó muy mal a la aristocracia.
Su personalidad desalmada, vehemente, que se regodeaba en la violencia y la humillación, no cedió ante las protestas de las élites. Su fanatismo constructor y su idea de aumentar el esplendor de Constantinopla, lo condujo a mil atropellos y crímenes para sufragar las obras y los monumentos que pretendía erigir. Reformó su palacio y mientras embellecía sus salas, cometía toda clase de crímenes y vilipendios contra aquellos que alzaban la voz o se oponían a él, contradecían sus órdenes o se alineaban con sus opositores. Su mano dura y su intransigencia desembocó en una revuelta. Lo tomaron prisionero y en su trono se sentó Leoncio, gobernador de la Hélade. Le aplicaron la misma medicina que él había aplicado: inclemencia y brutalidad. Le arrancaron la lengua y le cortaron la nariz. Un hombre vilipendiado así y con el rostro marcado no disponía de ninguna posibilidad de retornar al poder. Estaban equivocados. A continuación, mutilado y despojado de la púrpura del trono, lo mandaron al exilio, a la actual Crimea, a un monasterio perdido en un lugar remoto y desprovisto de estímulos para quien había sido dueño y señor de todo lo que había a su alcance. Era el año 695 y si se hubiera tratado de cualquier otro, habría desaparecido entre las brumas de la historia. No fue así.
Permaneció en ese convento, acompañado y cuidado por un monje que lo sostuvo y le dio su apoyo, alentando en su imaginación la posibilidad de volver sentarse en el solio que le habían extirpado a traición, mientras los demás le daban por muerto y lo contemplaban como un problema zanjado. La glosectomía que le habían aplicado no resultó suficiente para callarle y supo comunicarse con los que había a su alrededor. Cuando Leoncio se mostró incapaz de frenar a los árabes en el norte de África, fue despojado del manto real por Tiberio y sufrió también el castigo de ser desnarigado y arrojado a un destino miserable y sin horizontes. El nuevo emperador o basileo, advertido por sus confidentes de las intenciones de Justiniano de retornar, envió una tropa para que lo trajeran ante él. Corría el año 704 y habían pasado casi diez años desde que lo habían enviado al destierro.

Entre bárbaros

Justiniano escapó de esa hueste. Para entonces había fraguado amistad con los jázaros, una tribu de guerreros formidables y terribles, y había tomado como esposa a la hija de unos de sus líderes, a la que bautizó, porque no estaba convertida, como Teodora. La elección de este nombre no es casual. La esposa de Justiniano se llamaba igual y Justiniano II trató de imitar a su gran predecesor incluso en su manera de realzar la majestuosidad de la gran Constantinopla y, por supuesto, ensanchar sus fronteras. Durante su estancia con este pueblo su carácter se «barbariza», lo que asalvaja todavía más un espíritu desprovisto de riendas. Esta experiencia le puso en contacto con culturas remotas, lo enseñó a entrar en tratos con individuos de diferente calado y avivó todavía más las llamas de la venganza.
Justiniano II huyó de los perseguidores que le pisaban los pies y también de los jázaros que trataron de asesinarle durante su estancia. En un bote, con su mujer a su lado, tomó una dirección opuesta, decidido a aglutinar a su alrededor a tantos hombres como pudiera reunir. A pesar de la profesión que obedecía a su credo siempre se reveló como una mentalidad calafateada de enormes pragmatismos y se alió con los búlgaros, todos ellos paganos y sin ningún respeto por la cruz, a cambio de una nutrida recompensa. La promesa de tanto oro debió ser una oferta imposible de rechazar incluso por esos desaprensivos. La lealtad en ocasiones no es más que una buena bolsa de monedas. De esta manera convenció a unos salvajes, que no guardaban respeto a su Dios, de conquistar Constantinopla, una ciudad cristiana. La ley de los hombres se imponía a la ley divina.

Vuelta al trono

Una hueste numerosa, bien nutrida de soldados, se plantó delante de la capital del imperio, pero a veces la voluntad y el coraje no sirven de nada. Sobre todo si los muros son muy altos y gruesos. Justiniano II ideó un plan y acompañado por un selecto grupo, se deslizó por las aguas de un acueducto hasta el interior de Constantinopla. Allí, en medio de la noche, dio muerte a algunos vigilantes, reunió a sus partidarios y abrió las puertas. El pánico cundió y mientras su revancha se desataba por las calles, Justiniano II volvía a sentarse en el trono. En su rostro brillaba una sonrisa y, sobre todo una joya para difuminar su mutilación. Había nacido la leyenda del emperador de la nariz de oro.
Lo que sobrevino a continuación fue un duro ajuste de cuentas con sus rivales. Ordenó traer a Leoncio y Tiberio, los paseó por las calles con cadenas alrededor del cuerpo, y no se mostró comprensivo con ninguno de ellos. Los ejecutó en el hipódromo y sus cuerpos fueron arrastrados, al igual que el del patriarca que había oficiado la ceremonia de su coronación: su devoción por Dios nunca igualó a su devoción por los hombres de Dios. Desató una oleada de asesinatos a lo largo y ancho de su territorio. En esta segunda etapa multiplicó su fama de persona despiadada y sádica. No concedió un perdón y mató a todos los opositores, lo que no deja de tener cierta ironía si se tiene en cuenta que él fue el primer emperador en inscribir la figura de Cristo en las monedas que acuñó.
El final de su reinado se caracterizó por afianzar la relación con sus aliados, las malas relaciones con la ciudad de Rávena y una incursión en Crimea que resultó un desastre. Durante una expedición, mientras permanecía fuera de Constantinopla, un oficial, Bardenes, que después tomó como nombre Filípico, se hizo con el poder. A su alrededor había una buena mesnada y contaba con numerosos apoyos. Justiniano se encontró de repente solo. Sus fieles desertaron y no tardó en caer en manos de sus rivales. Elías, un hombre al que Justiniano le había arrebatado sus dos hijos, lo acuchilló en el cuello, le cortó la cabeza y la mandó a Italia. La testa se exhibió en las calles de Roma y Rávena. Su hijo también fue asesinado. De lo que se extrae una lección: quien a hierro mata, a hierro muere. Era el año 711 y los árabes entonces, invadían la Península Ibérica.