La bárbara muerte de Atila
El rey de los hunos falleció durante la celebración de su noche de boda. Cuando llegó al lecho conyugal había dado un nuevo sentido al concepto de borrachera
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Uno siempre recordará a Atila con el impasible rostro de Jack Palance. El actor lo interpretaba en un filme de Douglas Sirk que vi cuando era pequeño y desde entonces el rey huno pervive en la memoria con la misma expresividad que un capitel románico. El Azote de Dios, y sobre todo de las legiones romanas, me despertaba la misma fascinación que provocan lo incomprensible y esas fuerzas indomables de la naturaleza que parecen nacer para arrollarlo todo. Su nombre alentaba esa clase de admiración que siente cualquier niño hacia los hombres que son capaces de derrotar a un imperio y después capitular ante la presencia de un simple anciano (el papa León Magno, en 452, ¿recuerdan?). Infundía el respeto que acompaña a los que cometen las mayores vesanias y luego alcanzan la redención con un gesto imprevisto destinado a permanecer en la Historia.
La aureola que envolvía su figura no perduró demasiado a pesar de su fama. La imaginación infantil es impresionable, pero también posee una alta concepción de la justicia. Su mito cedió enseguida ante el descubrimiento de sus numerosas crueldades. En el año 444 asesinó sin ningún signo de piedad a Bleda, su hermano, para proclamarse rey único, algo sin precedentes en su pueblo, que siempre había estado gobernado por varios monarcas, lo que tampoco debe contar con demasiados antecedentes. Un embajador romano, Prisco, recordaba en un relato cómo años después de que Atila devastara los asentamientos de Nis y Belgrado todavía podían reconocerse en las calles los huesos de los muertos. A estas alturas las lealtades de aquel niño, fascinado por todo lo que no comprendía, habían cambiado de bando y las afinidades que antes quedaban del lado de sus hordas ahora se inclinaban decididamente de parte de sus adversarios.
Atila murió como vivió: bárbaramente. Falleció con la misma desmedida que empleó en la guerra y sus campañas de conquista: asoló el imperio de Oriente y luego cimentó esa fama a costa de Occidente. Solo Aecio lo detuvo temporalmente en los Campos Cataláunicos con una coalición variopita de tribus germanas, que también debía ser una tropa digna de ver. Una victoria con estandarte de mística, de lucha entre el bien y el mal, como una especie de apocalipsis por adelantado que costó 30.000 almas. Está considerada una de las batallas más sangrientas y duras de la antigüedad. Algo así como el abismo de Helm pero sin orcos ni elfos.
El general romano lo atrajo hasta allí y lo venció empleando enormes esfuerzos. Los sacerdotes habían prevenido a Atila de su derrota si aceptaba aquel encuentro con su adversario, pero él acudió igualmente, porque no debía ser precisamente un espíritu fácil de impresionar por los augurios de cuatro viejales. Al final, como le predijeron, salvó el pellejo por la mínima, aunque la realidad, para ser honestos con la verdad, es que lo dejó escapar Aecio. Pensaba que su existencia y el miedo que inspiraba le aseguraría la fidelidad del resto de contingentes bárbaros asentados en el imperio romano: desconocía que a veces seguir la lógica es lo menos racional que se puede hacer.
Ahogado en su propia sangre
Atila, que no era un fulano de tres al cuarto, y que a pesar de su escaso atractivo físico, no debía ir falto de carisma, no tardó demasiado en reunir otro ejército. En su nueva cabalgada se tomó la revancha por aquella derrota y dio aún más relumbre a su leyenda. En aquella marcha, el dicho de que por donde pisaba su caballo no volvía a crecer la hierba dejó de ser una exageración para ser algo preciso.
Lo que no pudo matar la espada, lo consiguió el vino. Atila murió de una hemorragia nasal durante la celebración de su boda, un desenlace que nadie esperaría de él. Había contraído matrimonio con una joven llamada Ildico que las crónicas, faltaría, describen como una muchacha de gran beldad. El enlace se celebró por todo lo alto y con los excesos que cualquiera puede esperar de un guerrero huno. Cuando se reunió con su esposa, había concebido un nuevo sentido al concepto de borrachera. Se desconoce si tuvo ocasión para cumplir con sus deberes conyugales, aunque por el estado de embriaguez debemos suponer que no. Pero sí que cayó desplomado sobre el lecho más ajumado que un instituto de ingleses en Magaluf y que falleció allí tendido, ahogado en su propia sangre ante los ojos de su aterrorizada esposa.
Cuando sus soldados, preocupados por la prolongada noche de bodas, entraron en su alcoba, derribando la puerta, como debe ser, lo encontraron desangrado y a la recién casada arrodillada a sus pies, suponemos que devastada o, por lo menos, al límite de un ataque de nervios. Como, según dicta la tradición, «los reyes hunos jamás son llorados con lágrimas, sino con la sangre de sus guerreros», sus soldados tiraron de acero y empezaron a lacerarse el rostro, según indicaba la costumbre, y arrancarse el cabello. Después procedieron a su entierro: lavaron el cadáver y lo depositaron en una tienda levantada con seda. Durante un día entero se cantaron sus hazañas y los jinetes galoparon a su alrededor. Al caer la noche se procedió a un singular tradición, la Estrava. Un banquete en el que se comía, se bebía, se recordaba al difunto, se brindaba por él, se recodaban sus gestas y se pasaba de la risa al llanto sin guardar ningún punto intermedio.
Al concluir el festín, depositaron el cuerpo en un ataúd de oro. Este en un féretro de plata y éste, a su vez, dentro de otro hierro. El oro representaba el sol; la plata, la luna y el hierro, que se había dominado el mundo por la fuerza de la esçpada. Un imaginario simbólico que nadie esperaría en unos bárbaros. Después se le enterró en una tumba y punto seguido se procedió a matar a los esclavos que la habían construido para que jamás fuera profanado el descanso de Atila, rey de los hunos. A día de hoy, todavía no se ha encontrado su sepultura y su descubrimiento continúa siendo uno de los retos pendientes para la arqueología y los historiadores.
Bibliografía
«Imperios y bárbaros. La guerra en la edad oscura» (Desperta Ferro), de José Soto Chica
Una película:
Atila, rey de los hunos (1954), de Douglas Sirk
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