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Historia

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Trump, aprendiz de Poncio Pilato

Al igual que hiciera el prefecto, el presidente norteamericano se ha «lavado las manos», en esta ocasión, en asuntos relacionados con el covid, aun siendo consciente de la relevancia de sus decisiones

«Pilato se lava las manos», un óleo de 1663 con el que Mattia Preti ilustró aquel episodio de la vida del prefecto
«Pilato se lava las manos», un óleo de 1663 con el que Mattia Preti ilustró aquel episodio de la vida del prefectoLa RazónLa Razón

El pasado mes de diciembre, que, en términos de memoria, ya nos parece tan lejano como la época romana por causa del coronavirus, un congresista republicano, Barry Loudermilk comparó el «impeachment» al que fue sometido Trump con el juicio de Jesús ante Poncio Pilato. De cara al juicio político argumentaba, de forma más bien delirante, que Pilato le concedió más garantías legales a Jesús de las que se estaban permitiendo al presidente norteamericano: no importaba demasiado si esto se sostenía con hechos, porque estaba evocando para la memoria colectiva, con un reclamo poderosísimo, el proceso legal por excelencia de la historia, el que precedió a la Pasión de Cristo y marcó indeleblemente la identidad de occidente. Y es que la relación entre la memoria y la historia, el recuerdo colectivo de la relevancia de los hechos y los propios hechos que, desde el griego Heródoto al positivista Ranke, tratan de consignarse «tal y como sucedieron», con una mínima pretensión de imparcialidad, es un asunto clave para la construcción de discursos e identidades. Esta distinción entre memoria e historia, para la modernidad, surge desde la revolución psicoanalítica a partir de la obra que escribió Freud sobre Moisés y el monoteísmo: en el fondo, Freud era un apasionado de las ciencias de la antigüedad. No solo hizo poner sus cenizas en una crátera griega, sino que decía que el psicoanálisis era pura arqueología de la conciencia. Se trataba de excavar en las diversas capas tras las más aparentes y ver cómo, a veces, no todo se construía sobre un discurso fáctico o racional. Este método analítico fue aplicado a la historia del pueblo judío por Yerushalmi y a Egipto y el Oriente por Assmann, cuya aportación a la teoría cultural ha sido enorme, por su exitosa labor de divulgación esta metodología. La formación de una identidad colectiva, en efecto, no puede entenderse sin una fenomenología de la memoria que vaya más allá del positivismo histórico de «los hechos tal como fueron». Pues a veces es más importante cómo se han recordado.

En un reciente ensayo, el historiador y jurista Aldo Schiavone aprovecha la construcción teórica de Assmann para indagar en la dicotomía historia/memoria en el caso del episodio originario de la identidad cristiana, la Pasión, muerte y Resurección de Jesucristo. En su libro «Poncio Pilato. Un enigma entre historia y memoria» (Trotta), Schiavone indaga en la historia de este prefecto de Judea mostrando su importancia en la historiografía evangélica y la vivencia de la memoria para la configuración del cristianismo. No es tan importante, en efecto, la historicidad como el recuerdo y la poderosa imagen de un episodio tan imborrable como el «cara a cara» entre Poncio Pilato y Jesús de Nazaret, un interrogatorio que marca un momento fundacional. La figura estereotipada del gobernante –el responsable político que se desentiende del acontecimiento más importante de la historia– y la del Mesías, el héroe mítico, hijo del Dios, que se sacrifica por la humanidad, consciente de su misión clave y de la cercanía del momento de su muerte, como consagración de su vida mortal para lo venidero, son los dos polos de esta escena de larga recepción histórico-cultural en la memoria de incontables generaciones. Como recuerda Schiavone, de los personajes que aparecen en los Evangelios cinco nombres tienen un trasfondo histórico indudable: aparte de Anas y Caifás, los gobernantes Herodes Antipas y Pilato, y, probablemente, José de Arimatea. Los demás están en el ámbito de la memoria: aunque algunos personajes están tocados por las marcas del «folktale», la narrativa del traidor y del héroe, que tan bien glosó Borges en un célebre relato. El historiador y jurista italiano decide centrarse ahora en la figura de Poncio Pilato para examinar lo que de historia y de memoria hay en su tradición, al hilo de la cuestión de la responsabilidad sobre la muerte del Hombre-Dios. El cristianismo, en su memoria, favoreció la relación con el poder terrenal, romano y postromano, minimizando la responsabilidad de Pilato, como representante del César (que «se lava las manos»), y cargando las tintas contra los judíos: pero tal actitud es inconcebible para el responsable político histórico que sabemos que fue y que habría visto en Jesús a un peligroso agente desestabilizador en el polvorín de las facciones judías de la época. Tras un sucinto panorama de la Judea romana en el siglo I, sus habitantes y facciones, en el mundo resultante de la interacción entre el helenismo de los monarcas seléucidas y el judaísmo, el libro se centra en la eclosión de espiritualidad mezclada con política tan peculiar del momento. Predicadores, profetas, revolucionarios e iluminados proliferaban en un momento crucial para el afianzamiento del dominio romano en la zona. A continuación, el autor trata de reconstruir el trasfondo históricamente verosímil de la Pasión y deslindar cuanto hay de memoria, de leyenda de esquemas de la narrativa popular. Libros como los recientes de Antonio Piñero («Aproximación al Jesús histórico», Trotta, 2018) y Fernando Bermejo («La invención de Jesús de Nazaret», Siglo XXI), los mayores expertos en nuestro país sobre la cuestión, pueden ser un buen complemento para este, si se quiere profundizar en el tema de la historicidad de los hechos y la relación con la mitopoética religiosa y popular.

El propósito de seguir el rastro de Pilato en las fuentes históricamente comprobables se muestra complicado –como en el caso de Jesús– porque, aparte de una fragmentaria inscripción y de dos menciones en Filón y Josefo, con opiniones diversas sobre su calidad como gobernante, nada es lo que queda de Pilato en las fuentes aparte del famoso episodio narrado en los Evangelios. Schiavone prioriza convincentemente la narrativa de Juan frente a la de los sinópticos, por ser más completa, pero no más histórica. Simplemente permite deslindar bien la diversa fenomenología de la escena y subrayar lo que calla: el reconocimiento de los dos rivales en el careo y de sus estrategias y el «pacto tácito» que pudo subyacer. En suma, en este excelente libro, aplicando las categorías de memoria e historia a una figura clave de la construcción de la identidad cristiana –y por ende occidental– Schavione ha edificado un interesante acercamiento a Pilato (que, no olvidemos, aparece en el Credo Niceno), como puntal de la consagración del Jesús de la historia como el Cristo de la fe y de la memoria. Cruzada la historia con el recuerdo y el folklore y el mito, Pilato ha devenido el modelo del gobernante o juez timorato, que se pone de lado o «se lava las manos». Pero en el fondo es consciente de la relevancia crucial, como cooperador necesario, de lo que está haciendo, aunque debería no hacerlo, compelido por fuerzas más poderosas que él: llámese destino, providencia o patrón mántico de la narrativa popular. Pero nótese lo fácilmente manipulable que es este uso de la memoria con fines meramente retóricos, por no decir demagógicos. Con la misma estrategia Trump ha sido comparado, equívocamente, con ambos lados del célebre interrogatorio: un Pilato que se lava las manos ante el coronavirus o un Jesús asaeteado a preguntas inmisericordes en el «impeachment». Así es de intensa la vigencia del psicodrama freudiano de modelar y resucitar el pasado, entre historia y memoria, para reforzar el discurso identitario.

Un informe perdido

La tradición cristiana sobre Pilato es riquísima y ya interesó sobremanera a los Padres de la Iglesia que, como Tertuliano, llegaron a considerarle «pro sua conscientia christianus» (cristiano de conciencia). Quizá él conoció el informe secreto y perdido que Pilato envió al emperador sobre el expediente Jesús. Comoquiera que sea, habrá una tradición ambigua sobre el prefecto, al que los apócrifos dedican hechos y relatos, sobre su suicidio y su desgracia. Grande es el misterio que rodea ese diálogo críptico en el que el gobernante –sarcástico, según Nietzsche– filosofa acerca de «la verdad» con Jesús. Nunca sabremos cómo fue realmente la escena, entre el comportamiento inverosímil de un detenido que no se defiende y de un procurador que no quiere condenar. Solo podemos reconstruirla en lo históricamente más verosímil, como hace este libro, o bien disfrutar con la poderosa narrativa que cambió para siempre la historia de la humanidad.