Los 11 lugares en los que los nazis podrían haber escondido su tesoro
Aparece un diario de hace 75 años en el que se citan los emplazamientos donde estarían las obras de arte robadas por los alemanes durante la IIGM y toneladas de oro
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¡Ay, si el joven Adolf, ese que deambulaba por Viena con una mano delante y otra detrás, hubiera cumplido su sueño!... El joven tenía una idea cristalina en la cabeza: ser artista. Le gustaba pintar y su aspiración a principios del XX no era otra que ingresar en la Academia de Bellas Artes para demostrar, primero, a Austria y, luego, al mundo que había nacido para ello. Dejó el campo para probar suerte en la ciudad. Pero «los sueños, sueños son». No fue bien la cosa. Ni para el muchacho, ni, viendo los acontecimientos, para el mundo.
El tribunal le premió con un sonoro «no» dos años seguidos y, dicen las malas lenguas, que desde entonces el señor Hitler cogió manía a los judíos. Incluso los chismes apuntan a que años después, ya entregado al mal, mandaría a las SS a ajustar cuentas en la Academia. Y, a pesar de que le ofrecieron una digna salida con la arquitectura (veían alguna manera en los bocetos de edificios que presentó), aquello no era lo que buscaba. No dejó Viena porque volver a casa con las manos vacías no quedaba bien de cara a la galería, así que se ganó la vida como buenamente pudo, también vendiendo varios de sus dibujos. Hasta que, en 1914, el inicio de la Gran Guerra le haría cambiar sus prioridades: comenzó la carrera militar y ya luego lo que todos saben. Pero hubo un concepto que se quedó bien fijado en la cabeza del frustrado pintor, su pasión por el arte.
Poco antes de hacer estallar la Segunda Guerra Mundial, el runrún seguía atormentándole. Hitler confesaría al embajador británico en Berlín, Nevile Henderson, que él no era un político, sino «un artista»; sin embargo, antes tenía que «resolver la cuestión polaca», dijo. Ahí ya se perdió del todo. Sus ínfulas se extendieron por Europa. Tenía claro que debía proteger la raza aria y, a su vez, estaba convencido de que el desorden era un momento idóneo para acaparar todo el arte que se encontraran por el camino. Ese que nunca llevó su firma.
Así, su colega Himmler le ayudaría a hacerse con miles de obras de arte que quedaban abandonadas en casas y museos. Algunas, se recuperarían con el tiempo, otras muchas, olvidadas para siempre. Se les perdió la pista y nunca más se supo.
Pero ahora sale a la luz un diario procedente de una logia cristiana cuyos miembros son descendientes de oficiales de las Waffen SS. Escrito hace 75 años por «Michaelis», en él se citan hasta once lugares en los que los nazis pudieron esconder «toneladas de oro» y todas esas piezas extraviadas. De momento, solo se ha hecho público uno: un pozo del Palacio Hochberg (Roztoka, Polonia), al que no hace falta salir corriendo, pues tenemos las fronteras cerradas y, además, los seguratas ya están pagados para que no se acerquen mirones ni desenterradores. Solo el tiempo nos dirá si todo es cosa de un guionista aburrido o si, por fin, se encontró el tesoro.