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Ennio Morricone: si quieres que vaya, silba

El compositor, que falleció a los 91 años, le dio una nueva dimensión a las bandas sonoras

Graffiti mural of Ennio Morricone in Rome
Un graffiti del músico con su OscarFABIO FRUSTACIEFE

Difícil oficio el de Ennio Morricone, un hombre que escribía música para que viéramos lo que no mostraba la luz del cine. Dotó a la partitura de una dimensión psicológica, como si el pentagrama fuera ese subrayado del guión que no aparece en ningún lado, pero que, sin embargo, todos dan por sobreentendido. Sergio Leone lo contrató para una primera película porque era un amigo de la infancia y, si se descuida un poco, se la roba. Los dos compartían la picaresca que suele hermanar a los golfillos que se han criado en la calle o esos pillos que se ven obligados a robar fruta de los escaparates de las tiendas para esa noche dormir calientes en la trena. Una especie de picaresca que les hizo entenderse sin gastar saliva; de hecho, usaban el silencio para insultarse.

Un entendimiento que asoma en ese notable relato sobre el nacimiento de la delincuencia en Nueva York que es «Érase una vez en América» (1984), con un indomable Robert de Niro; el filme le pudo reportar a Morricone el primer Oscar de su carrera, si no hubiera sido por un detalle en los títulos de créditos que obligó a la Academia a apear su nombre de las nominaciones y apartarlo de la carrera por la estatuilla. Para entonces, la amistad entre el realizador y el músico acumulaba a su alrededor los escombros sobre los que suelen edificase las grandes obras maestras. Los dos habían decidido renovar los filmes del Oeste, que ya traían consigo un tufo añejo que no lograba llenar las salas y, también, porque tampoco ellos contaban con un presupuesto para ponerse muy John Ford.

Decidieron reinventarlo, pero a su manera, como diría Frank Sinatra, con unos exteriores almerienses, unos decorados de urgencia y unos actores que habían aprendido sus dotes interpretativas en un museo de cera. Lo que les salió fue el spaghetti-western, que es una fórmula que les dio abundante dinero y, también, a Quentin Tarantino, que uno todavía no sabe exactamente si es un aventajado padawan o un copiota con talento.

Cuando estrenaron «Por un puñado de dólares» (1964), muchos quedaron sorprendidos: nadie pensaba que la dirección de una producción también recayera en la banda sonora. Logró que el rostro de Eastwood adquiriera la gestualidad que no le imprimían los músculos y cientos de años de evolución humana. Más que un logro musical, fue un éxito quirúrgico. Como a ambos les fue bien, probaron a tirar los dados del azar en un par de ocasiones más hasta completar lo que hoy se llama «La trilogía del dólar».

Morricone nos dejó un mérito imborrable en esas secuelas: consiguió que los ojos de Lee van Cleef exudaran emoción en «La muerte tenía un precio» y que en «El bueno, el feo y el malo» fuera el álter ego de la maldad. Más que un tema sonoro, lo que rubricó fue una interpretación. En estas películas, el compositor consiguió que los disparos dejaran en el oído el rápido sonido de las semicorcheas y, también, que el silbido, uno de los sonidos asociados a la despreocupación de la niñez, se haya convertido para siempre en ese preámbulo que anuncia la llegada de la muerte.