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Crítica de “Blanco en blanco”: Un western atípico ★★★✩✩

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La Razón
  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

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Director: Théo Court. Guión: T. Court y Samuel M. Delgado. Intérpretes: Alfredo Castro, Lars Rudolph, Lola Rubio, David Pantaleón. Chile, 2019. Duración: 100 minutos. Drama.
Dice Théo Court que está encantado con que “Blanco en blanco” sea considerada un western. Lo es, si entendemos el género como el análisis de un proceso colonizador. Cita a John Ford, que tardó bastante en ser revisionista con el papel del hombre blanco en la aniquilación de la cultura de los indios nativos. Habremos de esperar hasta “El gran combate” para que rematara lo que había empezado en la ambivalente “Centauros del desierto”. Hay algo de la sobriedad épica, funeraria, del periodo tardío de la obra de Ford en esta película extraña y triste, que cuenta el genocidio del pueblo selknam en la lejana, desolada Tierra del Fuego de finales del siglo XIX. Lo que diferencia el enfoque de “Blanco en blanco” de los westerns antiimperialistas, fordianos o no, es, por un lado, que nunca tiene una visión romántica de su protagonista, y, por otro, que añade una interesante capa de significado al relato histórico al reflexionar sobre la representación en imágenes de la violencia.
Pedro (Alfredo Castro) llega a la finca de Mr. Porter para fotografiar su boda. Es curioso que lo primero que haga sea inmortalizar a la novia, una niña a la que hará ensayar poses mórbidas sin ruborizarse por ello. No hay escándalo en su mirada, hay curiosidad, y una necesidad perentoria de que lo inmoral sea estético, erótico incluso. Es la manera que Court tiene de avanzarnos la actitud de Pedro ante la masacre que los colonos perpetrarán contra los indígenas, esa postura de voyeur que mira el horror desde la barrera sin cuestionarlo, acaso embelleciéndolo. Antes de dejarse llevar por la violencia de los caciques, Pedro esperará, y esperará a que llegue el terrateniente Porter, de modo que su tránsito adquiera un desolador tono beckettiano, como de obra de teatro existencialista que tiene algo de absurdo.
Habitual del cine del chileno Pablo Larraín, Alfredo Castro presta a Pedro sus facciones petrificadas, la intensidad un tanto perturbadora de sus ojos, la seguridad de que está encarnando a un ser más cercano a la abyección que al honor. Huelga decir que la película aprovecha las posibilidades abstractas del paisaje y de su luz, y aunque su discurso está estrechamente ligado con el proceso de estetización de lo irrepresentable, a veces da la impresión de que todo está en exceso calculado para cumplir (con creces) en el circuito de festivales (ganó el premio al mejor director en la sección Orizzonti de la última Mostra veneciana). El mensaje anticolonialista llega, el discurso sobre la responsabilidad de lo que filmamos y lo que no, también, pero hay un poso programático en todo ello.
Lo mejor: Alfredo Castro, que siempre imprime nuevos matices a ese papel de hombre opaco e inquietante
Lo peor: A veces da la impresión de que pertenece a esa categoría genérica indefinida del cine-para-festivales