Hacer el amor hasta la muerte
Arturo Ripstein presenta en «El diablo entre las piernas» un retrato del deseo sexual en la tercera edad
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Cada largometraje de Arturo Ripstein (Ciudad de México, 1943) tiene un mismo comienzo: una imagen que da sentido a lo que está por llegar y que recoge la esencia del todo. «Necesito una imagen, una sola, que me ilumina, que da el ritmo, el tono, el encuadre...», confesaba el cineasta mexicano, ayer, a través de la webcam de Málaga. Las circunstancias se imponen una vez más y el intercambio entre el festival y el otro lado del Atlántico solo puede darse de este modo. Así, Ripstein no pudo viajar hasta el sur de España para presentar «El diablo entre las piernas» y recoger el Premio Retrospectiva por una carrera en la que el propio realizador reconoce que hay títulos que «jamás debería haber hecho. La historia de un cineasta también es la de sus errores». Pero sí tuvo la oportunidad de intercambiar unos momentos con los presentes.
A su lado, su acompañante durante los casi 160 días de encierro que ya suman en México –«No hay mañana, no hay ayer. Todos los días son martes»–, además de su colaboradora habitual, Paz Alicia Garciadiego, responsable de «un guión que no se escribió para filmarse, sino para existir», apunta el director. Para la autora, se trata de una historia que le surgió al mirarse al espejo: «Me dije “esa no soy yo”. Tenía otra cara. Quise hablar de los viejos como gente del presente». Ahí encuentra Garciadiego el arranque de la cinta que ayer se proyectó en el Cervantes y que bucea en la turbulenta relación entre dos ancianos.
Para Ripstein, el inicio fue el de «un hombre dormido». Luego llegó lo demás. Dos horas y media en blanco y negro que tienen dos ópticas: la de la testigo de lo que ocurre dentro de esa casa, la criada, y la de la cámara, que juega constantemente con los espejos para preguntarse «qué es apariencia y qué es realidad», puntualiza el director.
«El Viejo» (Alejandro Suárez), mata el tiempo de aquí para allá por las habitaciones de la casa acechando a Beatriz (Sylvia Pasquel), su mujer, cuando los conflictos y los años ya han desgastado a la pareja en exceso, pero ella ya no sabría vivir de otra manera. Se siente deseada y deseable, y los escarceos de su marido fuera de casa la tienen en vilo a causa de unos celos que, para Ripstein, no son más que «una emoción imbécil. Es como la serpiente que se muerde la cola».
Advierte la guionista que no se trata de una denuncia, sino de una instantánea: «Quería retratar cómo Beatriz da por sentado que su pareja tiene un amante. Una vez que lo sabe, lo acepta y la única pregunta que hace es “qué edad tiene” porque es la parte en la que siente que deja de existir. El pasado se convierte en el refugio de ella y lo que le permite volver a sentir ansias de sexo –continúa–. Más que denunciar el machismo, me interesaba la persistencia del deseo y las ganas de acostarse con alguien a la edad de nuestra protagonista».
Ripstein regresa, de esta forma, con su cine pausado y alejado de los cánones modernos que él mismo detesta: «En el cine comercial de hoy solo hay velocidad, y el peor enemigo de las cintar es la prisa», sentencia un hombre que, confiesa, lleva buscándose desde los treces años «y no logro encontrarme».