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Anna May Wong, la actriz encasillada por sus rasgos chinos que se hartó de Hollywood

La industria solo le ofreció papeles que estereotipaban a los actores con rasgos asiáticos en personajes traicioneros y de poco fiar. Así se perdió una gran intérprete

La actriz estadounidense Anna May Wong
La actriz estadounidense Anna May WongRay Jones

Lo hispano estuvo de moda en Hollywood desde sus mismos inicios: ¡esos ardientes latinos! No tuvieron el mismo privilegio las demás etnias. La Ley prohibía los matrimonios interraciales y en el cine también los besos. Para los negros, sus opciones eran o esclavos en plantaciones o criados. Papel por el que Hattie McDaniel, la mamita de «Lo que el viento se llevó» (1939), ganó por primera vez el Oscar a la mejor actriz secundaria. Los chinos corrieron similar suerte. «El peligro amarillo» los convirtió en sibilinos y traicioneros y siguiendo la tradición de las novelas de Sax Rohmer en malvados mandarines como Fu Manchú, que siempre fue encarnado por actores blancos maquillados de amarillo («yellowface»): desde el sueco Warner Oland en los 30 hasta Christopher Lee en los años 60.

Anna May Wong, la única y más famosa actriz china, había nacido en Los Ángeles, de padres chinos emigrados. Sus dos únicas opciones que Hollywood le permitió fue de sumisa «butterfly» o de «Dragon Lady»: la “femme fatal” oriental, misteriosa y traicionera, siempre dispuesta a clavar una daga por la espalda al protagonista, no sin antes demostrarle su amor flagelándolo sin piedad. Anna May Wong fue la primera Dragon Lady del cine como hija de Fu Manchú en «Daughter of the Dragon» (1931). El estereotipo cuajó popularmente porque, tres años después, tomó sus rasgos la villana oriental Dragon Lady, bella y seductora pero más mala que el comunismo, en el tebeo «Terry y los Piratas» (1934), de Milton Caniff.

En el «star system» cada actor imponía su personalidad cinematográfica a su personaje. Según esta lógica, Anna May Wong antes que actriz representaba el cliché de la mujer exótica, cuyo encasillamiento era similar al de las demás estrellas que protagonizaban estas fantasías populares: Mirna Loy fue la siguiente hija del dragón, igual que Boris Karloff fue el mejor Fu Manchú, porque los roles así estaban establecidos. Hasta la imposición del realismo en el cine no se comenzó a exigir por parte del público mayor autenticidad. Pese a sus limitaciones en papeles de mujer asiática, consiguió algo más que los actores negros, protagonizar la primera película en color norteamericana, «The Toll of the Sea» (1922), una recreación romántica de «Madame Butterfly». Pero su primer gran éxito fue el papel de esclava mongol en «El ladrón de Bagdad» (1925), junto al mítico Douglas Fairbanks, en la que, ambos, ligeros de ropa, sentían una pasión tan evidente como prohibida, pero era una espía del mongol y acabaría traicionándolo.

Una belleza enigmática

La belleza enigmática de Anna May Wong servía tanto como flapper de porcelana, estilo Louise Brooks, como perversa oriental. Deslumbrante con sus atuendos con dragones culebreando por el Qipao tradicional, reconvertido en un ceñido traje de noche de vampy girl. Siempre en la tradición de la «chinoserie» art déco. A Anna May Wong la prensa sensacionalista le adjudicó numerosos romances con hombres mayores desde que comenzó en el cine con quince años con Marshall Neilan. Se enamoró del director Tob Browning con dieciséis y a los diecisiete de Charles Rosher, director artístico de Mary Pickford. Fueron sin duda amoríos ocultos que aireaba la prensa y que la actriz desmentía. Nunca se casó y murió de cirrosis a los 56 años. Harta del trato que le daba Hollywood, como Louise Brooks y Josephine Baker, viajó a Europa donde trabajó con grandes directores en la más creativa etapa del expresionismo alemán. Protagonizó la obra maestra del inglés E.A. Dupont, «Piccadilly» (1929), una fantasmagoría del mundo de la noche, la lucha de razas y la danza balinesa, donde vibran sus manos aladas y su delicadeza de porcelana china.

Pese a sus esfuerzos, en un viaje con su padre a China se dio cuenta del odio que le profesaban los chinos por su representación del oriental traicionero. Pero ayudó a su país en la guerra contra los japoneses. Un gran admirador suyo fue, sin embargo, el escritor japonés Edogawa Rampo. En «El lagarto negro» (1934), la ladrona Midorikawa es una femme fatal con los rasgos míticos de Anna May Wong en «La hija del dragón»: una exótica vampiresa, que encarna el misterio oriental de las dominadoras sadomasoquistas, a cuya perfidia añade la morbosa delicadeza sexual que tanto admiraba la «fluida» Marlene Dietrich, con quien se le adjudicó un idilio.

Anna May Wong volvió a repetir el papel de asesina en otra de las estilizadas extravagancias de Josef von Sternberg «El expreso de Shangay» (1932), junto a otra «picture personalitie», la aventurera del amor Marlene Dietrich. Ambas, clichés en una fantasía romántica ajena al realismo y la verosimilitud. Para Sternberg «La verosimilitud, cualquiera que sea su virtud, está en oposición a cualquier acercamiento al arte». De la discriminación racial y sexual y la restitución de su valía como actriz trata la teleserie ucrónica «Hollywood» (2019), que reivindica su discriminación en Hollywood, su maltrato racista al rechazarla para protagonizar «La buena tierra» (1937), de Pearl S. Buck, por el que la actriz austríaca Luise Reiner ganó el Oscar interpretando a una china «yellowface». Su belleza quedó fijada en el cine con sus ojos espantados, las manos leves y una dejadez sumisa en el mítico papel de Dragon Lady, capaz de amar y traicionar a la vez.