Viñetas para contar de otra manera la Guerra Civil
Hernández Cava y Miguel Navia recuperan en «Estampas 1936» las historias de la población en el primer año de la contienda
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Nos han contado la Guerra Civil de muchas maneras, de demasiadas maneras. Así que parece difícil poder decir algo nuevo rehuyendo de los tópicos. Ahora, Felipe Hernández Cava y Miguel Navia han optado por convertir el primer año del conflicto bélico en un cómic espléndido que se fija en las pequeñas historias, en aquellos relatos que han quedado ocultos por los grandes nombres, por aquellos que han impuesto su protagonismo.
«Estampas 1936», publicado estos días por Norma Editorial, nos propone un paseo de la mano de milicianos, brigadistas y población civil. Son historias aisladas, pero que unidas nos ofrecen una dimensión realista de lo que fue el drama, de lo que eran esas casas destruidas por las bombas. Es la crueldad en los dos bandos, sin hacer distinciones de en cuál es más feroz el terror y la tragedia. Los muertos son iguales, sean de donde sean.
Bibliografía y testimonios
El trabajo apareció en un primer momento en las páginas de la revista «M21». En el epílogo de estas «Estampas 1936», Hernández Cava nos explica que se ha empapado de mucha de la bibliografía existente sobre el tema, «una contienda que me obsesionaba de pequeño, en buena medida por el silencio que detectaba en los mayores a la hora de hablar de sus vicisitudes aquellos días». A ello se le suma la investigación hablando a lo largo de los años con supervivientes del drama. Es ese otro camino, el de la memoria, que en ocasiones queda en un segundo plano por la fuerza de algunos documentos. «He ido, así, almacenando una retahíla de recuerdos de gentes que estuvieron en uno y otro bando, diversidad que he llegado a agradecer infinitamente porque a menudos los asuntos relacionados con la ideología suelen desembocar, cuando no hay oportunidad para el contraste, en un sectarismo rayano al fanatismo», apunta Hernández Cava. Esta indagación también sigue una perspectiva literaria. Hernández Cava recuerda sus primeras lecturas sobre la guerra a partir de los textos de José María Gironella, Ángel María de Lera, Luis Romero, Luis de Castresana o la inolvidable trilogía de Arturo Barea «La forja de un rebelde». Eso se percibe en el libro, donde podemos encontrar citas, acompañando los dibujos de Miguel Navia, de autores como María Zambrano, Manuel Machado, Juan Ramón Jiménez, Clara Campoamor o el citado Barea, quien no dudó en proclamar que «la patria se siente como un dolor agudo al que no llega uno a acostumbrarse».
Los autores no nos dan los nombres de sus protagonistas, pero aportan las pistas suficientes para identificar a varios de ellos. El libro se abre con la visión –¿o fue un sueño?– de una piara de cerdos atacando a un inocente borrego. Quien tuvo grabada esa imagen fue Federico García Lorca en uno de sus viajes con la compañía teatral universitaria La Barraca. El volumen arranca con esa impresión lorquiana que vuelve a la mente del poeta repetidas veces, también en abril de 1936, cuando queda poco para que un grupo de militares se levanten en armas. «Es abril de 1936. El poeta seguía preguntándose si aquello había sido una premonición. ¿Era la República el cordero? ¿Era España? ¿Era él?», se interrogan y nos interrogan Felipe Hernández Cava y Miguel Navia.
De allí pasamos al anuncio del golpe de Estado, pero desde el punto de vista de la población, de aquellos que comienzan a escuchar los rumores de sables en las calles de Madrid. «Tenía que pasar. Tenía que pasar», se pregunta alguien en un tranvía. Otro, desde una farola y con fusil en mano, se prepara para participar en el asalto al Cuartel de la Montaña.
La población sale a la calle esos días de julio de 1936. En una espectacular doble página, los autores nos muestran la Rambla con guiños al «Guernica» picassiano con un caballo sin control y a una célebre fotografía de Agustí Centelles. Y es que la labor del periodismo gráfico en esos momentos resulta una inspiración evidente para Miguel Navia. Con un duro y contundente blanco y negro, convierte en tinta china imágenes que podrían haber sido captadas por la cámara de Robert Capa, Gerda Taro o Alfonso Sánchez Portela. De esta manera, podemos ver el saqueo que sufrieron las iglesias con los ataúdes abiertos de los religiosos; meternos en uno de los aviones que habían despegado de Tetuán y que se dirigían a la Península para apoyar a los rebeldes; bajar hasta las estaciones del Metro para encontrar cobijo y protección frente a las bombas; asistir a las ejecuciones realizadas contra hombres y mujeres; pasear por las galerías del Museo del Prado después de que nueve bombas incendiarias cayeran en el edificio... Es el horror de la guerra contado con riguroso detalle y tinta china.
Si es Lorca el primero en aparecer en el libro, hay otros dos poetas cuya tragedia también surge en estas páginas. A Juan Ramón Jiménez, todavía en Madrid, lo vemos dentro del portal de su casa tras haber tenido un encuentro desagradable con unos anarquistas que sospecharon de él. No tardaría mucho tiempo en huir de Madrid. Por la misma ciudad pasea –como puede verse en «Estampas 1936»– un Antonio Machado triste y hundido a quien la guerra ha separado para siempre de su hermano Manuel.