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Adelanto exclusivo de “El asesinato de Platón”, el nuevo libro de Marcos Chicot

El próximo martes se publica «El asesinato de Platón», de Marcos Chicot, que reflexiona sobre la democracia y los demagogos, y el buen y mal gobierno. Adelantamos un fragmento.
Jacques-Louis DavidLa Razón
La Razón

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Altea subió al segundo piso y entró en la sala de estudio que tenía ahora junto a su alcoba. Era muy luminosa gracias a que el robusto marco de madera de la ventana permitía que ésta fuese bastante grande. Calipo había acordado con el constructor una distribución de habitaciones tradicional, de modo que las estancias destinadas a las mujeres quedaban lo más lejos posible de la entrada de la casa.
Su mesa estaba pegada a la ventana, y a la derecha, en el suelo, había una estructura de madera con tres baldas anchas que acogían su biblioteca. Tomó del estante superior los rollos de papiro de algunos de los libros de «La república» y los puso en la mesa. Antes de sentarse, sus ojos se detuvieron en los viejos estuches de cuero agrietado que llenaban las dos últimas baldas.
«Qué lástima no haber conocido a mi abuelo», se dijo con una mezcla de orgullo y nostalgia.
Aquellos estuches cuarteados contenían los originales de todas las obras escritas por su abuelo Eurípides, el padre de su madre. Aunque había muerto siete años antes de que ella naciera, su madre le había hablado tanto de él que cuando leía aquellas obras le parecía escuchar la voz del gran dramaturgo.
Tomó asiento y volvió a mirar los libros de Eurípides. Su madre amaba la literatura y también había escrito algunas pequeñas obras. No se habían dado a conocer, pero Altea las conservaba como un tesoro, envueltas en paños de lino para proteger los papiros del polvo y la humedad. No había heredado la habilidad para la escritura de su madre, pero sí su afición por la lectura, y cada año releía al menos una vez todas las obras de su abuelo. Le fascinaba poder hacerlo siguiendo los trazos largos y enérgicos del gran Eurípides, igual que le maravillaba el hecho de que éste fuera su propio abuelo.
Volvió a los rollos de papiro que tenía sobre la mesa, sacó de su estuche el libro cuarto de «La república» y lo desenrolló mientras ojeaba rápidamente el texto. Lo conocía bastante bien, pero quería tomar algunos apuntes para las clases que impartiría la semana siguiente. Por primera vez versarían sobre la vertiente política de la filosofía de Platón.
«No nos hemos propuesto como fin la felicidad de una sola clase de ciudadanos, sino la de toda la sociedad.»
Ésa era una de las ideas centrales del pensamiento político de Platón. Estuvo un rato reflexionando sobre ella, hizo algunas anotaciones y siguió leyendo.
Tras cambiar de rollo, se detuvo en un pasaje del libro quinto con una sonrisa en los labios. Platón afirmaba que hombres y mujeres poseían las mismas facultades, y que por lo tanto lo natural y provechoso para el Estado era que las mujeres recibieran la misma educación y se dedicaran a los mismos oficios que los hombres. Aquello era lo opuesto a lo que se hacía en ese momento y que el filósofo consideraba contrario a la naturaleza:
«Lo que pretendemos establecer no es una ley imposible o un simple deseo, sino una ley acorde a la propia naturaleza. Por el contrario, lo que choca con la naturaleza es lo que se hace hoy en día...»
Siguió leyendo y tomando notas, y se adentró en la parte donde Platón hacía una propuesta detallada de la educación que debían recibir los ciudadanos, orientada a que cada uno se especializara en aquello para lo que tenía más dotes naturales. Aquellos pasajes incluían algunas reflexiones y consejos prácticos que apuntó para comentarlos en sus clases.
«Los ejercicios del cuerpo, ya sean forzosos o voluntarios, siempre aprovechan al cuerpo. En cambio, las lecciones que se hacen entrar por fuerza en el alma no conservan en ella ninguna fijeza.»
–Es cierto– murmuró.
Un poco más adelante, se detuvo para releer una frase:
«No emplees la violencia con los niños cuando les des las lecciones; haz de manera que se instruyan jugando.»
Continuó desenrollando el papiro y leyendo el diálogo del libro séptimo. Como siempre, Platón hacía que fuera el personaje de Sócrates el que conducía la conversación, en este caso mantenida con Glaucón, hermano de Platón. Después de exponer el modo de educar a todos los ciudadanos y seleccionar entre ellos a los más dotados para gobernar, Glaucón se mostraba satisfecho sobre el resultado de aquel diálogo:
–Sócrates, acabas de fabricar, como un hábil escultor, perfectos hombres de Estado.
–Di también mujeres, mi querido Glaucón; pues no pienses que lo que he dicho vale para los hombres más que para las mujeres, siempre que éstas posean una aptitud conveniente».
Altea volvió a sonreír. Agradecía aquellas ideas de Platón, pero no era capaz de imaginar que los hombres aceptaran que los gobernase una mujer.
«Concededme, por lo tanto
–concluía Platón por boca de Sócrates—, que nuestro proyecto de Estado y de gobierno no es un simple deseo. La ejecución es difícil, sin duda, pero es posible siempre que a la cabeza de los gobiernos estén verdaderos filósofos, que desdeñen los honores que con tanto ardor buscan los gobernantes actuales, y a cambio valoren la rectitud y el deber. Y que, poniendo la justicia por encima de todo, emprendan la reforma del Estado».
Altea contempló los rollos de papiro de «La república» con expresión soñadora. Un Estado gobernado por hombres y mujeres formados a lo largo de toda su vida hasta convertirse en filósofos..., un Estado que se rigiera por principios que hicieran desaparecer la injusticia y la corrupción, que buscara maximizar la felicidad y el bienestar de todas las clases sociales...
«Un mundo mejor gracias a la filosofía».
Ésa era, en definitiva, la aspiración de Platón, que la mayoría de sus discípulos compartía con el mismo anhelo.
Volvió a leer el último pasaje y su expresión cambió de pronto. Aquellas palabras le habían hecho recordar un desagradable episodio del día anterior. Estaba paseando con Platón y otros discípulos, cerca de las murallas de Atenas, cuando un grupo de campesinos que salía de la ciudad les había cortado el paso con aire desafiante.
–Aquí viene Platón, el enemigo de la democracia– masculló uno de ellos.
–¿Cuándo quieres imponernos tu oligarquía? –El más corpulento golpeó el suelo con un grueso bastón–. ¿Has llegado a un acuerdo con Esparta para derribar la democracia en Atenas?
Otro de los campesinos soltó una risa desdeñosa.
–Si esperas ayuda de Esparta, creo que no están atravesando su mejor momento.
Platón alzó las manos con aire conciliador.
–Soy un pensador, no un político, y lo que propongo es que todos los ciudadanos reciban una buena formación y se escoja a los mejores para gobernar. No creo que estéis en desacuerdo conmigo cuando afirmo, entre otras cosas, que no deberían gobernar aquellos que lo que desean es ante todo el poder.
–¡Mientes! –El campesino corpulento avanzó un paso hacia Platón y algunos discípulos se interpusieron–. Nos han contado lo que escribes en tus obras, ¿pretendes que creamos que no deseas convertirte en rey de Atenas?
–Me temo que quien os haya hablado de mis obras no las ha entendido bien. Os invito a venir cuando queráis a la Academia para conversar sobre todo esto.
–Puede que hagamos una visita a la Academia, pero no será para conversar. –El campesino alzó su bastón hacia ellos–. Acuérdate de los aristócratas de Argos muertos a garrotazos.
Aquello hizo que se estableciera entre los dos grupos un silencio tenso. En los últimos días habían llegado a la ciudad rumores sobre salvajes disturbios contra los aristócratas de Argos. Algunos hablaban de una verdadera masacre, pero todavía no contaban con información detallada.
El silencio se prolongó y Altea temió que aquellos hombres se abalanzaran sobre ellos en cualquier momento. Finalmente, el labriego escupió al suelo y avanzó con sus compañeros empujando con el hombro a los discípulos que no se apartaban a tiempo.
–Una vez más –se lamentó Platón cuando reanudaron la marcha–, hombres con ideas de otros en la cabeza en las que ellos mismos no han reflexionado. Eurípides dijo que la democracia es la dictadura de los demagogos, ¡y por Apolo que es difícil que una democracia no se convierta en una demagogia!
Altea comenzó a enrollar los pergaminos. En su semblante se reflejaba la preocupación de que el incidente del día anterior se repitiera con peores consecuencias.

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