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Bukowski: «Escribo desde el asco más absoluto»

El escritor rechazaba el conformismo de los novelistas y buscaba una literatura que removiera las entrañas y estuviera en comunión con las preocupaciones de su tiempo
Charles Bukowski bebe en el set del Show "Les Apostrophes"
Sophie BassoulsCORBIS SYGMA

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«Si me paso una semana sin escribir, enfermo. No puedo caminar, me mareo. Me tumbo en la cama y vomito. Me levanto por las mañanas con arcadas. Necesito escribir. Si me cortaras las manos, escribiría con los pies». Hacía siete años que Charles Bukowski se había desprendido de su máquina de escribir para costearse los tragos. Frisaba la orilla de unos 33 tacos muy gastados y después de haberse desangrado «por la boca y por el culo» debido a la bebida –vivencia que le incitó a abandonar el Whisky, aunque no renunciar a las birras–, inició una correspondencia intercalada de dibujos y trabada por la misma sinceridad que vertía en sus poesías y relatos.
«Cada vez más loco» y con «barriguita cervezera», Bukowski desplegó en estas misivas una franqueza desprendidas de ficciones, pero sí traspasada por las opiniones que le dictaban sus pensamientos y reflexiones literarias. Un sendero que lo condujo, sin renunciar a las procacidades y crudezas que embaldosan habitualmente su prosa, a un tono confesional de lo que suponía que era el hecho de la escritura para un tipo como él, que, como admite en una carta de diciembre del 54, «ni siquiera soy un artista de verdad, sino una especie de impostor que escribe desde el asco más absoluto. Pero cuando veo lo que escriben los demás, sigo adelante. ¿Acaso me queda otra?».
Bukowski, que se infringe unos autorretratos crueles, carentes de indulgencias y absoluciones amistosas, más bien todo lo contrario, se reconoce como un hombre caótico, que apenas conserva copias de los poemas que remite a las revistas y que admite extraviar. Es un tipo enlodazado en la seriedad de la creación, pero perdido en el caos y los azares de los días. «Lo que no saben es que si no siento el rugido de las palabras en mi interior es como si estuviera muerto, así que de momento acudo a aquello que me ayuda aunque pese (la botella)».
En este superviviente de la extinguida República de Weimar (nació en Andernach, Alemania, en 1920) late la irreverencia de los inconformistas, los que buscan la autenticidad. «El arte solo es inteligente si te sacude las entrañas, de lo contrario es pura cursilería», comenta y, en una misiva de finales de enero de 1961, asegura: «Creo que el poeta moderno tendría que reflejar la corriente de la vida moderna, no hay que seguir escribiendo como Frost, Pound, Cummings o Auden, es como si se hubieran desviado de la meta, dando traspiés, se han quedado antiguos». Así escribe alguien que en ese instante avanza por la vida con la conciencia cargada de experiencias, que bebe «con expresidiarios, locos, fascistas, anarquistas, ladrones», pero que admite mantenerse «lejos de los escritores, joder, que no hacen más que quejarse, cotillear, lloriquear y vivir del cuento».
Este Bukowski postal y menos conocido que aparece en «La enfermedad de escribir» (Anagrama), un volumen con parte de su correspondencia entre 1945 y 1993, tiene un aliento pendenciero, del adolescente de anhela romper las fronteras, derribar muros, quebrar normas, saltarse las reglas. Pero, ¿qué comprendía Bukowski por escribir? En el prólogo que dedica a uno de sus ídolos, de sus dioses, habría que indicar, el John Fante de «Pregúntale al polvo», asegura que todo lo que leía no «tenía nada que ver conmigo, con las calles, ni con las personas que me rodeaban. Me daba la sensación de que todos se dedicaban a hacer juegos de prestidigitación con las palabras, que aquellos que no tenían prácticamente nada que decir pasaban por escritores de primera línea. Sus libros eran una mezcla de sutileza, artesanía y formalismo, y era eso lo que se leía, se enseñaba en las escuelas, se digería y se transmitía (…). Había que volver a los autores anteriores a la Revolución Rusa para encontrar algo de aventura, un poco de pasión».
Esta tónica es la que sostiene en este volumen donde afloran sus adicciones y los rituales que sigue antes de sentarse frente al folio en blanco: «Siempre escribo con la radio puesta y una botella de un buen vino tinto. Y fumo cigarrillos hindúes (Mangalore Ganesh). Los remolinos de humo, el sonido de las teclas y la música. La mejor manera de burlarse de la muerte y de felicitarla».
Se revela contra los que se llaman a sí mismos escritores: «Un escritor no es escritor porque ha escrito un puñado de libros. Un escritor no es escritor porque enseña literatura. Un escritor solo es escritor si escribe ahora, esta noche, en este preciso instante. Hay demasiados escritores que teclean. Los libros me aburren y se me caen de las manos, son una mierda». Bukowski adora a los escritores bonzo, pirómanos capaces de inmolarse por alumbrar un texto valiente, actual, de los que remueven las entrañas, que no están sujetos o pendientes de filigranas o esteticismos. «Para mí escribir es como beber, no es un trabajo». En enero de 1982, afirma: «Me gusta la acción, el sonido de la máquina de escribir, el estilo. Cuando escribo cosas mediocres y me las devuelven, las miro y no me importa mucho porque es una buena oportunidad para mejorarlas. La cuestión es no dejarlo, darle al asunto».

Un indómito

Bukowski rechaza a los narradores de oficio, de rutinas. Para él, la literatura es visceral. Sale de las tripas y por eso estas misivas también son un catálogo de filias y fobias, de autores que ama y desprecia. Y le da lo mismo lo que piensen de él. El escritor que se alegra «de que me acusen de indómito», «de no pertenecer a ninguna escuela ni movimiento», denuncia que en la literatura, desde 1955, «la bazofia no ha hecho más que propagarse. Nos hemos tragado un montón de gilipollas inútiles desde entonces, ahora ya nadie rompe moldes y apenas ha habido avances porque los buenos escritores escriben muy bien, pero se parecen demasiado, así que estamos estancados... no hay gigantes». Critica a Hemingway por haberse vendido a la fama, afirma que «Faulkner era más falso que judas» y se mete hasta con Shakespeare sin pedir perdón o interponer una excusa. «Todo ese grupo, Ginsberg, Corso, Burroughs y los demás dejaron de interesarme hace ya mucho. Si escribes porque quieres ser famoso la estás cagando. No es que me vayan las normas, pero tengo una bien clara: los únicos escritores que lo hacen bien son los que escriben para no enloquecer».
Bukowski, que en 1983 vivía con tres gatos y escribía hasta las tres de la mañana, se reconoce, a pesar de las miserias que ha conocido, como una persona satisfecha. Y, con el desprecio de los hombres convencidos de sus razones, se toma el privilegio de anotar: «Me alegro de no ser Norman Mailer ni Capote ni Vidal ni Ginsberg leyendo con The Clash, y me alegro de no ser The Clash». Y marca una clara diferencia con ellos: «Escribo por amor a la palabra y al color, como si arrojase puntura contra un lienzo, y como tengo buen oído y he leído aquí y allá, no suele salirme mal del todo, pero desde un punto de vista técnico no sé qué estoy haciendo y me da igual. Seamos justos».
DIOSES, BENDECIDOS Y OTROS ESCRITORES
Tiene Charles Bukowski una particular nómina de dioses y admiraciones. En su particular panteón de autores reside el Céline de «Viaje al fin de la noche», a quien no regatea un solo elogio, a pesar de la controvertida figura que ya era el escritor francés. ¿Por qué? Porque admite que su escritura desgarrada y franca le ha removido y le ha hecho contemplar grandes verdades de su tiempo. A esa misma altura está John Fante, guionista de Hollywood, creador de un personaje literario que encandiló a Bukowski: Arturo Bandini. Admite que le gustan los rusos y que valora a Ezra Pound, un poeta marcado por sus compromisos.