Nuestra sociedad tiene los días contados
En “El enjambre humano”, el autor detalla las causas del desmoronamiento de las civilizaciones, con algunos síntomas reconocibles hoy en día
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Cualquiera que tenga capacidad de observación habrá visto que la sociedad ha cambiado mucho en los últimos cuarenta años. Lo cuenta Mark W. Moffet en «El enjambre humano», quien argumenta que la sociedad está en constante evolución a través de la creación de lazos emocionales. En ese desarrollo existen hoy dos elementos básicos de la sociedad diferentes: la familia y las identidades. Ambos se han transformado por la influencia de la Nueva Izquierda surgida en el 68, cuyos defensores tomaron la producción cultural, la educación y los medios de comunicación como trincheras de la lucha política. Han sido generaciones de mentalización, de forja de un nuevo paradigma, para deshacer la idea de familia tradicional y hacer girar la política en torno a las identidades minoritarias. Era lógico. Una vez que el marxismo se mostró como una teoría científica falsa, cuyos aciertos solo dependían de la fe, la división de la sociedad en clases sociales quedó anticuada. Esa Nueva Izquierda creyó, como señaló Marcuse, que la fuerza transformadora ya no estaría en la clase obrera, sino en las minorías diferenciadas por un hecho biológico que confrontaba con el supuesto orden burgués y su moral.
De ahí surgió el protagonismo de las identidades de género, racial y de orientación sexual. Eso sí: no olvidaron el marxismo. La Historia era así la historia de la lucha de géneros, por ejemplo, y existía una clase oprimida, las mujeres, que habían sido siempre explotadas por los hombres. Se trata de concebir la sociedad como un organismo dividido en dos colectivos enfrentados. Esta ficción permite a Carmen Calvo hablar en plural para referirse a las mujeres que no tienen garantizados sus derechos humanos. Es la utilización política del sufrimiento de otros para el beneficio particular de una privilegiada.
Esas minorías, además, adoptan un mismo discurso y actitud: el victimismo y la conflictividad. Se atribuyen el papel de colectivos oprimidos por el patriarcado blanco y capitalista, ante lo cual reclaman reconocimiento y privilegios del Estado por pertenecer a ese colectivo. Es la razón principal por la que odian el individualismo, ya que no conciben la personalidad humana disociada de un grupo identitario. Su objetivo es también laminar las bases de la civilización europea, por lo que nunca se ve a las feministas criticar al Islam instalado en el Viejo Continente.
Actos violentos
Por supuesto, si no hay conflicto no hay causa para la reivindicación, por lo que sus palabras y actos son violentos y se basan en atacar al supuesto grupo dominante, que tiene que aceptar su culpabilidad histórica y pagar. Es lo que pasa con los hombres blancos frente a las mujeres o los negros. Para comprobar su naturaleza violenta no hay más que oír los gritos que se profieren en manifestaciones feministas. Del mismo modo, esas minorías exigen que se juzgue a las personas, no como individuos, sino como miembros de un colectivo. De ahí que se destruya la igualdad ante la ley, como pasa con la violencia de género. Una vez demolida la igualdad, la democracia deja de ser liberal porque se vuelve al «delito de autor», algo propio de los totalitarismos del siglo XX. Esa sociedad compuesta por minorías se sujeta en el multiculturalismo, basado en la existencia de grupos identitarios cuyos miembros están obligados a preservar su naturaleza frente a los supuestos ataques de la mayoría dominante. Esto supone más conflicto en grupos que viven de estar a la defensiva. Sin esa actitud, las minorías no obtienen el reconocimiento que ansían. Necesitan que el Estado las proteja y premie, y que «la mayoría» se someta. Lo que conlleva destruir identidades tradicionales, como la del Estado-nación, o la del hombre, que se ve en la moda, los anuncios o la cultura cuando hablan de «nueva masculinidad». En esta nueva concepción hay un sentimiento de superioridad: son mejores porque sus valores también lo son, y el resto, por tanto, debe aceptarlo.
Dichas minorías son contradictorias, como demuestra un Ministerio de Igualdad, el de Montero, denunciado por solo contratar mujeres. Es lo que Gauchet llama «demagogia de la diversidad»: una falsa defensa de lo diverso porque se privilegia a unos sobre otros para obtener un rédito político. Además, son minorías infelices. La descripción de sus vidas sociales y particulares, sus testimonios, ciertos o no, siempre descubren unas existencias infelices por culpa de los demás. Esto es particularmente útil en política cuando se quiere imponer una ingeniería social definida por una ideología. Sirve para establecer una nueva moral a través de la legislación, privilegiar con «políticas de integración» bien subvencionadas y transformar de esta manera la sociedad, el modo de verla y vivirla. Es lógico que sea un buen negocio y que, por ejemplo, entre el PSOE y Unidas Podemos, se peleen para ver quién representa mejor y en exclusiva a esas minorías.