Sección patrocinada por sección patrocinada
Libros

Historia

El furor sexual de la mujer que enloqueció a Colón

Marta Robles publica «Pasiones carnales» (Espasa), un recorrido por los amores reales de la Historia de España. Reproducimos un fragmento del capítulo dedicado a Beatriz de Bobadilla, conocida como «la sangrienta dama cazadora»

Retrato de Beatriz de Bobadilla y Ulloa apodada " la cazadora"
Retrato de Beatriz de Bobadilla y Ulloa, apodada «La cazadora», una mujer de gran belleza y pasionesla razonLa Razón

Desde el último rey visigodo hasta las pasiones de Alfonso XIII. En su nuevo libro, «Pasiones carnales», Marta Robles nos conduce a los aposentos y dormitorios por los que discurrieron las aventuras amorosas y secretas que protagonizaron los principales reyes y reinas de nuestro país. Unos episodios, jalonados de anécdotas y de curiosidades, que prueban que, lejos de la seriedad institucional que nos han propuesto los libros y manuales de Historia, los gobernantes y mandatarios que han conducido las riendas de nuestro destino en el pasado también eran humanos y sensibles, y, probablemente por el mismo poder que ostentaban, una diana sensible para los apasionamientos y los arrebatos más inesperados.

Por estas páginas, repletas de sorpresas, transcurren nombres provenientes de las principales dinastías que han estado en el trono de nuestro país, desde la Astur y la Borgoñona hasta la de Trastamara, la de Habsburgo y la de los Borbón. Aquí hay hombres y mujeres con personalidades de distinta horma y calado, y también de diferente sentir y encaje, como son Ava Ribagorza, Alfonso X el sabio, Isabel de Portugal, Felipe IV (uno de los monarcas españoles más adicto al sexo), Luisa Isabel Orleáns, el denostado Fernando VII («el falo más grande y feo para el rey más deseado») y Alfonso XIII, en cuyo nombre ya viaja incorporada la leyenda de sus amoríos y romances.

Cuadro de Cristóbal Colón
Cuadro de Cristóbal Colónlarazon

Cruel, ninfómana y codiciosa

Cuenta Marta Robles, que la Academia de la Historia describe a Beatriz de Bobadilla (1462-1504; la señora de la Gomera, no confundir con la marquesa de Moya, su tía) como una mujer «cruel, ninfómana y codiciosa». Es verdad que necesitaba practicar el sexo con una inusitada frecuencia y que no tenía piedad con los indígenas ni con quien supusiera un problema para sus intereses; pero todo eso hubiese sido considerado normal de haber sido un hombre. Como era una mujer, y además de deslumbrante belleza, esas características resultaban especialmente criticables. Esta villana de la historia, que sedujo al mismísimo Fernando El Católico y también a Cristóbal Colóny cuya voracidad sexual desmedida solo podía compararse con su extraordinaria falta de compasión, es una de las protagonistas de «Pasiones carnales», que demuestra cómo los arrebatos de la carne pueden cambiar el curso de los acontecimientos.

Adelanto de “Pasiones carnales”, de Marta Robles

“Tanta prisa tenía la reina en alejar a Beatriz de Bobadilla de la corte y de su marido, que aun siendo de una tacañería indiscutible, la dotó para el enlace con medio millón de maravedís y la heredad de Mairenilla. Eso sí, tenían que marcharse a toda prisa a la Gomera, que por el traspaso que la madre del futuro marido de Beatriz de Bobadilla había hecho años atrás, en 1478, del señorío de esta isla, convertía al hijo en su señor. Así se hizo.
La pareja contrajo matrimonio y partió de inmediato, tal y como quería la reina Isabel, a la Gomera, donde muy poco después nació su primer hijo, Guillén (a saber si sería del marido o del rey, aunque Beatriz tuviera la virtud de saber controlar hasta su concepciones, que no se produjeron en ninguna de sus aventuras amorosas previas al matrimonio), y después su hija Inés. Todo podía parecer más o menos tranquilo o, al menos, en orden, pero no. A punto estaba de producirse el pleito de los gomeros, de donde la Cazadora (el apodo le venía no de lo que pudieran señalar las apariencias, sino de que su padre había sido cazador mayor de Enrique IV y del propio Fernando el Católico) recibiría un sobrenombre más: el de sangrienta.
Su esposo, que tampoco era un hombre precisamente compasivo, sino más bien un tirano inclemente, fue sorprendido en la cama con su amante, la bella indígena Yballa, por el tutor de la joven. El episodio le costó la muerte a manos de los guanches gomeros. Muerto el señor, la rebelión resultó inevitable, como también la huida de Beatriz a la Torre del Conde de San Sebastián. Refugiada allí, reclamó la ayuda de Pedro de Vera, el gober- nador de Gran Canaria, quien se la prestó y de qué modo. Su contribución a la causa fue el completo aplastamiento de la rebelión sin compasión ni prisioneros. Los indígenas fueron masacrados o vendidos como esclavos. Y todo, con el beneplácito de Beatriz, que no solo impulsó las prácticas más crueles y animó a que se aniquilara primero a los hombres mayores de quince años y después se vendiera a las mujeres y a los niños, sino que se repartió con Vera los beneficios de tal transacción.
El asunto tuvo tanta repercusión que la propia reina conminó a Pedro de Vera y a la propia Beatriz a la corte para que afrontaran sus acusaciones. La multa de medio millón de maravedíes para cada uno no sería la peor sanción que tendría que afrontar Beatriz, a quien los pleitos la rodearon durante toda su vida. Por tales litigios se vio obligada a ir a la corte en numerosas ocasiones a responder de sus desmanes y en una de ellas, cuando corría el segundo semestre de 1491, se cruzó, casualmente, con Cristóbal Colón. Lo que pasó entre ellos se desconoce, pero resulta incuestionable el impacto que la belleza de Beatriz de Bobadilla causó en el navegante. Fue una impresión de tal magnitud como para que, menos de dos años después, en 1493, Colón, sin causa real, decidiera que la Pinta, su carabela, averiada en las Canarias, pusiera rumbo al puerto de Santa María, en la Gomera, y recalase en tal isla. Si durante ese tiempo mantuvieron correspondencia amorosa o no es una incógnita, pero que su encuentro debió de ser algo más que extraordinario no parece refutable. Como tampoco que su reencuentro los mantuviera a ambos expectantes. El almirante visibilizó su entusiasmo realizando tiros de bombarda y fuegos artificiales al entrar en el puerto. Quería celebrar a esa mujer que le mantenía encendidos los cinco sentidos.
–Habéis tardado en venir más de lo soportable –dijo Beatriz a Colón a modo de recibimiento. Y añadió–: ¿Pensasteis alguna vez en mí en todo este tiempo?
–De día y de noche, mi señora. Si no había estrellas, porque la noche era oscura y os echaba en falta. Si las había, porque la luz de cada una de ellas me parecía la de vuestros ojos.
Beatriz sonrió complacida y sus dientes resplandecieron en su pequeña y carnosa boca teñida de un intenso bermellón. Utilizaba uno de esos labiales que vendían los islámicos, que había comprado cuando vivía en la corte. No estaban muy bien vistos por la Iglesia, pero, ¿qué más le daba eso a una mujer transgresora de todas las normas? Su cabello castaño con un ligero toque rojizo contrastaba con su piel blanquísima pese al sol de la Gomera. Lo llevaba con raya en medio y recogido en una trenza larguísima que descansaba sobre su pecho izquierdo. Hacía tanto calor que se había mandado confeccionar unas túnicas de seda que se le pegaban al cuerpo de manera indecorosa y que adornaba con cintas de oro, y con un sinfín de abalorios repartidos entre sus muñecas, su cuello y sus dedos. Las cejas perfectamente dibujadas sobre sus grandes ojos de profunda oscuridad completaban el espectáculo de una mujer tan seductora como para enloquecer a cualquier hombre. Más aún a Cristóbal Colón, prendado de sus encantos desde la primera vez que la viera. No sabía el navegante lo que le esperaba en ese lecho que, al poco, Beatriz de Bobadilla le invitó a compartir.
Al cerrarse la puerta de la estancia, la mujer se acercó al hombre. Pegó su pecho palpitante contra el de él que notó sus formas cual si fueran brasas ardiendo. Colón bajó apenas la cabeza y rozó con sus labios los de Beatriz, entonces ella los abrió reclamando la lengua del marinero, apresándosela en su boca, incitándole a un juego previo de saliva que iba aumentando el ritmo de su placer. Entre gemidos intermitentes Beatriz se liberó de su túnica, que él ya había apartado y, desnuda, se tumbó sobre la magnífica cama vestida de resbaladiza seda.
–Venid aquí–ordenó al navegante con las piernas entreabiertas y el rostro arrebolado por la pasión.
Colón se deshizo de su ropa y se lanzó sobre la dama, para entrar en ella como tanto deseaba desde el día en que se cruzaran sus miradas. En cuanto su miembro estuvo en su interior, Beatriz lo recibió con la fuerza de esa vagina suya capaz de absorber un huracán y empezó a modular una y otra vez sus músculos. Apretaba y soltaba la generosa verga con tanta fuerza, que parecía que la estuviese mordiendo con unos dientes invisibles. Su compañero ya no solo gemía, sino que también gritaba mientras iba notando cómo el doloroso placer le subía por la columna vertebral hasta llegar al cerebro, donde de pronto estalló, al tiempo que lo hacía en su pene. Dos cabezas rotas en un instante. Desbaratadas por una mujer.
El almirante se separó de ella y se quedó inmóvil a su lado. A ella le brillaban los ojos. Parecía satisfecha, alimentada, como cada vez que practicaba el sexo.
Según decían las malas lenguas, desde que se quedara viuda, aunque aborreciese a los indígenas, subía casi cada día a uno a su cámara para practicar el sexo que tanto necesitaba. Cuando, exhausta, terminaba de realizar el acto, con toda la variedad de ejercicios de su vagina, que tanto los asustaban, los mandaba asesinar para que no contaran lo sucedido. Era una suerte de mantis religiosa con los aborígenes. También con los que no lo eran, aunque ellos creyeran lo contrario. En su vagina se quedaba, si no parte de su vida, al menos, sí parte de su entendimiento. Y Beatriz lo guardaba como un tesoro para utilizarlo cuando fuera menester.
La Cazadora había avituallado a la Pinta, pero no solo a la nave, también al almirante Colón, que se fue abastecido de pasión y de magia. Nunca podría olvidar a la dama.
Sin embargo, no hubo más encuentros, porque cuando el marinero regresó, Beatriz había contraído un nuevo matrimonio, esta vez con el adelantado Alonso Fernández de Lugo, conquistador de La Palma y Tenerife. Tras sus nupcias en 1498, se trasladó a Tenerife con él, dejando en la Gomera a Hernán Muñoz como gobernante. Todo parecía controlado, cuando ya en Tenerife, recibió información de sus vasallos gomeros, que le aseguraban que el gobernador puesto por ella era un traidor e intentaba facilitar el alzamiento de la Gomera por parte del cuñado de Beatriz, Sancho Herrera y Peraza, señor de Lanzarote, que no aceptaba su segundo casamiento. De poco sirvió que el hombre intentara defenderse de la acusación que Beatriz fue a la Gomera a escuchar. Esa misma noche lo mandó ahorcar en la plaza y se volvió a Tenerife.
La viuda de Muñoz escribió a la corte y unió su queja a la de tantos por extorsiones y otros agravios hasta que la reina se vio obligada a requerir la presencia de Beatriz de Bobadilla. La Dama Sangrienta llegó a la corte sintiéndose perseguida por todos, pensando que en cada esquina había un enemigo queriendo arrebatarle sus propiedades, su poderío o hasta la tutela de sus hijos. Y no iba descaminada. Allí, en la propia corte, un día cualquiera, Beatriz apareció muerta en su cama. Muchos pensaron que había sido asesinada. Algunos aseguraron que fue la propia reina Isabel, que también moriría ese mismo año y que no quería volver a verla junto a su marido, quien ordenó que la envenenaran.
La Cazadora, la Dama Sangrienta, la sangrienta dama cazadora, resultó cazada. Aunque no murió empapada en esa sangre que tanto le complacía derramar si era de otros, sino retorcida de dolor sobre su propio vómito.”