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Una España de ciencia ficción

Juan Herrero-Senés reúne en “Mundos al descubierto” una selección de textos de la Edad de Plata española (1898-1936) en la que nombres como Azorín, Unamuno, Gómez de la Serna, Pardo Bazán o Ramón y Cajal dejaron volar su imaginación para dibujar mundos distópicos
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Para Santiago Ramón y Cajal, “La vida en el año 6000″ era lo que hoy, cien años después de su escritura, seguiríamos entendiendo como una utopía. De la mano del doctor Micrococus, un médico llegado de finales del siglo XIX –que bien podría ser el propio autor– va curioseando sobre los avances del hombre en la Tierra mucho después de que toda su generación se convirtiera en polvo. Así, se describe un mundo en el que el amor se acabó. «Ha quedado suprimido, hace tiempo, por la vacuna –escribe el Premio Nobel–, pues se demostró que consistía en un microbio patógeno que, como el de las viruelas, solo atacaba a la juventud; que llenaba las cárceles de criminales, los manicomios de locos y de enfermos los hospitales, esto sin contar el tiempo que perdíase miserablemente en trapicheos”. Con ello, el matrimonio se reducirá en un futuro a una “alianza económica e industrial que tiene por objeto la reproducción de la especie”. Palabra del Micrococus del porvenir.
Es solo un fragmento de uno de los textos con los que, en los años del cambio de siglo, el médico de Petilla de Aragón cultivó la escritura de unos cuentos de ciencia ficción a los que denominó «narraciones pseudocientíficas» y que reunió en 1905 en «Cuentos de vacaciones». Haciendo caso a «La vida en el año 6000», dentro de 40 siglos resultará raro «hallar cerebros con deformidad religiosa, filosófica y vitalista». Serán extirpadas «aquellas generaciones de idealistas, de poetas, de soñadores, de místicos, de filósofos, de románticos, que falseaban la ciencia y maltrataban sus escasas calorías intelectuales, que tan útiles hubiesen sido como fuerzas motrices con aplicación a la industria»; pero también se le dará una vuelta a la música, para entonces, «una rama de las Ciencias Naturales» en la que las figuras del compositor y el músico quedarán extinguidas para ser reducidas «a simples tocadores de organillo».
Ni el café se salvó en la mente de Ramón y Cajal. El sorbo del desayuno o de después de la comida se sustituye en su historia por una inyección «en cátodos especiales en la yugular externa», explica el doctor del futuro: «Así llega fácilmente al cerebro, no empacha al estómago, ni se le obliga a tomar ni a digerir inútiles sustancias extrañas». Sirva este compendio del relato como ejemplo del libro de Juan Herrero-Senés que edita Renacimiento (Espuela de Plata), «Mundos al descubierto», una antología de la ciencia ficción española de la Edad de Plata (1898-1936) que reúne otros ilustres nombres junto al del citado intelectual: Azorín, Unamuno, Gómez de la Serna, Pardo Bazán, Pérez de Ayala... Para el autor del volumen (profesor de Literatura Española en la Universidad de Colorado Boulder, Denver, EE UU), «una invitación a descubrir otros mundos de nuestra historia literaria» a través de un título en el que pone en entredicho la utilidad de una definición muy estrecha para el concepto «ciencia ficción».
La obra rehúye de una definición esencialista y se apoya en una metáfora del filósofo Wittgenstein de que existen ciertos textos en los cuales puede detectarse un «aire de familia». De esta forma, Herrer-Senés aúna un conjunto de acercamientos, enfoques, prácticas, tropos y motivos compartidos que usualmente se asocian al ámbito de la ciencia ficción y donde el aspecto más reconocible del género se ve en textos que tratan de un supuesto espacio más allá de nuestro planeta o del fin del mundo, donde, a su vez, aparecen científicos más o menos cuerdos y en los que se describen inventos o descubrimientos imposibles. Ahora bien, el profesor advierte de que, como cualquier otro género, «no es una mera cuestión de dentro o fuera. Una ficción realista, un texto romántico o una novela de aventuras pueden contener algunos de los elementos recién aludidos».
Con esta premisa, «Mundos al descubierto», que toma el nombre de un relato de José María Salaverría («Un mundo al descubierto», 1929), entierra la tesis de que el factor decisivo para la producción fictocientífica depende del nivel de desarrollo de las naciones. Lo que se explicaba con que el género hubiera florecido fundamentalmente en Gran Bretaña, EE UU y Francia. «Ahora, esa idea ya no puede ser sostenida», afirma. En España, sin embargo, la ciencia ficción estalla un pelín más tarde de otra de las máximas de los teóricos: que tuvo su implosión a mediados del siglo XIX.
«No puede ser casual que coincida el surgimiento de la ciencia ficción con la época de la historia geológica donde la raza humana comienza a modificar de manera radical las condiciones de habitabilidad del planeta Tierra –escribe–. El hombre avanza, domina, y sus posibilidades se sienten infinitas. Las leyes de la naturaleza dejan de ser vistas como inmutables a la acción. Empieza el desafío a lo grande y lo pequeño, a lo que muere y a lo que produce vida. Aquí es cuando se juntan en el imaginario creador la ciencia con la ficción». Esta antología va desde la crisis espiritual de finales del siglo XIX a los años de la Segunda República española, la «Edad de Plata» de la cultura española, como la llamó José-Carlos Mainer. «El acontecimiento traumático de la Guerra Civil permitiría establecer cierto cierre temporal, tras el cual se inició una nueva etapa», explica Herrero-Senés. Sin embargo, el borde temporal inicial no es tan evidente «porque a lo largo de buena parte del siglo XIX, y especialmente en su segunda mitad, pueden encontrarse ejemplos notables».
Muestra de ello es «Las ruinas de Granada», de Ángel Ganivet, que se publicó póstumamente, en 1899, y donde el lector asiste a un viaje alucinante al futuro de la ciudad andaluza en el que esta ha sido sepultada por un volcán. Aun dándole valor, el libro no oculta que «la ciencia ficción fue durante la Edad de Plata, y también después, un género de relevancia menor» al no disponer de una visibilidad evidente dentro de la producción literaria de la época y a pesar de los nombres que la abrazaron. La mayoría de ellos inspirados por Thomas Moore, Julio Verne, Edgar Allan Poe, H. G. Wells, Mary Shelley, Arthur Conan Doyle...
Los escritores españoles ensayaron las posibilidades expresivas de la ciencia ficción, y entonces produjeron cuentos «donde se discute del rumbo nacional, de los límites de la experimentación científica, de las nuevas ideologías políticas o de la experiencia de la modernidad mediante el recurso a seres artificiales o de otro planeta». En la producción general predomina la cautela y el pesimismo. Y, ante las nuevas realidades sociales y materiales, los autores suponen que la situación histórica va a ir a peor. «Esto explica que prevalezcan las distopías sobre las utopías –en palabras de Herrero-Senés–, esto es, la presentación de sociedades futuras que tienden a suprimir más que a ampliar las libertades, y que muchas veces la desazón aparezca ya en el punto de partida para ser confirmada en el desenlace».
Se impone, pues, el conservadurismo en las ideas y las ideas rígidas sobre la familia, los roles de género, las colectividades o los valores morales. La ciencia ficción española, por lo general, se aleja de lo local. No se mira el ombligo. Apuesta por argumentos más ambiciosos en su alcance con asuntos que afectan al curso de la civilización o al planeta: «Este globalismo se muestra en que muchas de las historias no tienen una ubicación geográfica específica o esta es irrelevante». De hecho, el amplio abanico se comprueba de un vistazo con la nómina de autores, donde no solo hay escritores, sino también médicos, militares e ingenieros «aprovechando sus conocimientos sobre el avance científico y tecnológico para pergeñar sus ficciones».

EL PERIODISMO DE HOY CONTADO HACE 100 AÑOS

Vicente Vera (1855-1934) fue un doctor en ciencias físico-químicas y químico del Ayuntamiento de Madrid que se atrevió a profetizar sobre el periodismo del futuro; concretamente, con el periodismo de hoy. Para ello utiliza a un joven, Juan Ansúrez, que visita la redacción de «El Relámpago», un diario fundado en 2002 y que produce diez ediciones diarias: «Aquí, en la casa, los receptores telefónicos recogen y reproducen los despachos, y automáticamente pasan ya impresos a mano del director de tanda. Si el asunto requiere ilustraciones, el noticiero toma instantáneas o hace bosquejos a lápiz, y por medio del teleautógrafo envía por alambre los originales para los grabados», firmaba Vera en su visión de «El periodismo del porvenir» (1914).