El último tabú de Estados Unidos: la violencia de su fundación
El historiador Holger Hoock desmota el relato blanqueado de su nacimiento y demuestra que fue una «guerra civil» cruel llena de represalias que obligó a irse del país a uno de cada 40 americanos
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Los norteamericanos han mantenido durante años una visión idealizada de la Guerra de independencia. En el imaginario colectivo pervive su sufrimiento frente a la brutalidad del Imperio británico. La visión que se conserva es que los colonos eran unos hombres blancos honestos, familiares, altruistas y esforzados que defendían la creación de una nación justa sobre los cimientos de unos principios y unos valores universales. Esta versión blanqueada del relato de sus orígenes pervive entre la mayoría, lo que resulta muy apropiado para respaldar una mitología patriota y los programas de los políticos (que suelen invocar este momento histórico para respaldar sus argumentaciones, como han hecho los seguidores de Trump). Pero esta narración pasa de puntillas por uno de los hechos capitales de su fundación. Un tema que para muchos es el último tabú de EE UU: su violencia radical.
Lejos de ser una revolución que se movía en las aguas abstractas de los idealismos fue una encarnizada «guerra civil» que dividió a población entre los patriotas y los «lealistas», aquellos que mantenían su fidelidad a la corona británica. Enseguida surgió un lema «Únete o muere», que es una manera diferente de subrayar: «Quien no está con nosotros, está contra nosotros». Un verso que daba pie a cometer toda clase de vehemencias y que aplican, por norma, abundantes nacionalismos y otras políticas de exclusión. Las agresiones se dieron en todas las ciudades, pero este capítulo tan controvertido ha sido prudentemente silenciado para evitar resquebrajar una partitura nacional que no ha desafinado en una sola nota hasta hoy.
El historiador Holger Hoock ha decidido retirar ese velo en «Las cicatrices de la independencia» (Desperta Ferro), un libro que enseña a las claras las violaciones, maltratos, injurias y abominaciones que los americanos cometieron en nombre de la Justicia. «Para defender la Revolución contra sus enemigos internos, los patriotas recurrieron habitualmente a la violencia y el terror, a las amenazas y el acoso, la tortura y los linchamientos ocasionales», comenta Hoock en una entrevista.
Violaciones y bayonetazos
El origen de su investigación está en el encuentro casual de las inscripciones que se conservan en muchos monumentos, iglesias y edificios de Inglaterra. «Todas contaban historias similares de lealistas perseguidos, desposeídos y llevados al exilio por oponerse a la revolución. Esos desgarradores relatos de persecución y sufrimiento se quedaron conmigo». Las fuentes consultadas no le dejaron dudas de lo que había ocurrido. Cuando comenzó a leer la documentación que se conserva afloraron crónicas de violaciones de niñas, cadáveres destrozados a bayonetazos, decapitaciones de supuestos espías, el infame trato que los patriotas dispensaban a los prisioneros y el trato que reservaban para los que no pensaban igual que ellos.
Desde el inicio, los patriotas tuvieron claro que una guerra se libra en diversos planos. Tuvieron la argucia, y la visión, de imponer desde el principio el relato de los sucesos y de recurrir a la propaganda y la distorsión de los hechos para inflamar los ánimos de los habitantes y deformar la imagen de los ingleses. «Fueron mejores que los británicos para contar una historia coherente de violencia enemiga y convertir la derrota militar en victoria moral. todo con el fin de justificar su rebelión y forjar su nueva nación. Tenían la ventaja crucial de que una historia de victimismo funciona para los colonos, pero no, por regla general, para un imperio. “Controlar la narrativa” no es una preocupación política moderna; siempre ha sido parte de la política, y de la política estadounidense», dice Hoock. Una lección que es tan moderna y actual que estremece.
Los sublevados, además, emplearon todos los planos de la violencia para alcanzar sus metas, desde el amedrentamiento hasta los castigos corporales. Este fue el caso de las vejaciones que sufrió un lealista de Massachusetts de nombre Malcom. Fue prendido, se le desposeyó de la ropa, se le cubrió de brea ardiendo, se le prendieron plumas para burlarse de él, se le arrastró por la ciudad, se le obligó a beber té hasta el desfallecimiento y se le golpeó con porras y sogas. La tortura duró cinco horas. Al terminar, su piel se desprendía a tiras. Y él no fue el único. «Sabemos que murieron diez veces más estadounidenses per cápita en la Guerra Revolucionaria que en la Primera Guerra Mundial, y que la tasa de mortandad entre los prisioneros de guerra fue la más alta en la historia de Estados Unidos. En este conflicto no solo importaba cómo se comportaba cada bando, sino qué historias podía contar cada uno de manera convincente sobre su conducta y la de sus oponentes. Y no me refiero solo a rumores y exageraciones sobre atrocidades en el campo de batalla o guerras biológicas».
Esta afirmación tiene una traducción numérica. Según Hoock, la Guerra de Independencia de Estados Unidos ha sido, junto con la de Secesión, la que más dolor ha causado a la población. El número de patriotas muertos se desglosa así: en batalla cayeron entre 6.800 y 8.000; otros 10.000 fallecieron de enfermedades y unos 19.000 en cautiverio. Esto equivaldría a unos tres millones de hoy. A esto hay que añadir que 1 de cada 40 americanos se tuvieron que exiliar (unos 7,5 millones actuales). Unos datos demoledores.
Indios y africanos
El ejercicio de esta violencia se extendió a los indios y los africanos. «Los negros no eran solo peones en una lucha colonial-imperial blanca –cuenta Hoock–. En miles de actos de resistencia, los afroamericanos, alrededor de medio millón, emprendieron la lucha para afirmar sus propios intereses e identidad en la agitación que fue la Guerra revolucionaria. Pero, ya decidieran huir de sus amos o quedarse en las plantaciones, los negros tuvieron que continuar enfrentándose a la violencia de la discriminación racial y de la guerra y al impacto desproporcionado de enfermedades contagiosas como la viruela».
A ellos no les sirvió de mucho. Y a los indios, tampoco, que también padecieron las consecuencias. «En términos de política doméstica, la desigualdad racial se incrustó en la misma fundación: la Revolución fue seguida por el atrincheramiento y extensión de la esclavitud, y la exclusión y pronta aniquilación de los nativos americanos», sostiene el autor.
La pregunta que queda por responder es qué peso tiene este antecedente histórico en la actualidad. ¿Hay algo de esto en el asalto al capitolio? Hoock lo tiene claro: «En la tumultuosa campaña electoral de 2016, vimos las profundidades del nativismo, el sentimiento antiinmigrante y el racismo en partes de la sociedad estadounidense. Sus sentimientos también recogían el eco sobre el referéndum del Brexit en el Reino Unido. Las escenas de violencia contra los disidentes en los mítines recordaron los lados más desagradables de la cultura política de los primeros Estados Unidos. El espectro de una renovada tortura de prisioneros patrocinada por el Estado amenazaba con socavar las mejores tradiciones fundacionales del país». Para él, «mientras la demagogia, el autoritarismo y las tendencias discriminatorias amenacen el experimento democrático estadounidense que iniciaron los fundadores, dependerá de los ciudadanos mantener el tipo de sociedad respetuosa, abierta, justa y libre que desean tener».