El dolor nos despierta a ver el mundo como en realidad es
La galardonada con el Premio Pulitzer de no ficción del año pasado recoge en “Desmorir” (Sexto Piso) su experiencia con el cáncer de mama
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Anne Boyer (Kansas, 1973) lleva cinco años “limpia”, pero aún se sorprende con habilidades inéditas adquiridas durante la enfermedad. Una semana después de cumplir 41 años le diagnosticaron un cáncer de mama triple negativo, el más mortífero. Lo primero que hizo fue meter sus datos en una aplicación para calcular las probabilidades que tenía de sobrevivir y el resultado fue del 50 por ciento, “como tirar una moneda al aire”. Solo los libros le ayudaron a sobrellevar el pánico. Dice que aún arrastra secuelas cognitivas y físicas, porque el cáncer “te envejece de pronto; entras joven y sales como una persona de mediana edad”. Pero que, aunque detesta todo lo que rodea a un mal que también tiene género, está agradecida porque ahora ve mejor la belleza. El resultado de aquella experiencia que marcó su mirada lo recoge en “Desmorir” (editorial Sexto Piso), un libro que el año pasado mereció el Premio Pulitzer de no ficción.
-Imagino que detesta la pregunta a estas alturas, pero ¿ha aprendido algo de la enfermedad?
-Ja ja ja. No te preocupes, la verdad es que he aprendido tanto que cada vez contesto algo distinto. Creo que el ser humano aprende del dolor, es el mejor maestro. Nos enseña, nos despierta a cómo es el mundo de verdad. No sería posible si no pasáramos por una experiencia semejante. De pronto, eres solidario con gente que no tiene nada en común contigo. Aprendes que la belleza es mucho más bella de lo que creías. Te das cuenta de que eres más fuerte y también más débil. Todavía ahora me sorprendo con cosas nuevas que he aprendido.
-¿Qué le parece la jerga bélica que se usa para la lucha contra el cáncer? ¿No le parece un poco injusta?
-La verdad es que odio ese tipo de lenguaje, es algo muy americano. Todo lo militar, lo competitivo... Me horroriza que se pueda pensar que los que mueren son débiles, como si lo merecieran. O que los supervivientes son especiales. Es todo mentira, se trata de algo totalmente incontrolable. Ni me voy a sentir superior a aquellos que murieron ni me he declarado nunca en guerra contra el cáncer. Sobre todo, porque el cáncer era parte de mí, no era algo aislado, eran mis propias células. No es una peste que haya que exterminar, es algo mucho más complejo. No iba a declarar la guerra a mi propio cuerpo. Es absurdo.
-¿Cree que hombres y mujeres morimos diferente?
-Siempre es peligroso generalizar, no conozco todas las experiencias. Pero sí creo que hay un aspecto que tiene que ver con el género en la enfermedad. Es el caso del cáncer de pecho o de ovarios, que acarrean un peso ideológico. No eres simplemente una persona enferma, eres una mujer enferma. Nada más entrar en una clínica de mama ves que hay lazos rosas por todas partes y que, encajes o no, tu experiencia estará marcada por tu género. A mí eso me resultó duro. De hecho, cuando me lo diagnosticaron llegué a pensar que habría preferido cualquier otro tumor que no me hiciera sufrir el legado sexista.
-Dice en el libro que lo primero que hizo fue entrar en una aplicación para saber cuál era su expectativa de vida.
-Es cierto. Con mi tipo de cáncer, las probabilidades de sobrevivir eran 50/50. Como tirar una moneda al aire.
-¿Qué sintió?
-Estaba aterrorizada. Me sentía como en una película de miedo. No paraba de buscar constantemente información que me dijera que todo iba a salir bien, y entonces encontraba datos terribles. Al menos tenía esperanza porque no era una sentencia de muerte. De hecho, en la primera ronda del tratamiento el tumor no se redujo en absoluto. Y eso después de pasar por un infierno de quimioterapia.
-¿No cree que demasiada información puede jugar en contra del enfermo?
-Para mí saber demasiado no fue un problema. De hecho, gracias a toda la investigación que hice di con un doctor que administraba el tratamiento experimental que, finalmente, fue el que funcionó. Si me hubiera conformado con lo que me decían, seguramente no estaría aquí.
-¿Qué opina de la importancia que se le da a la actitud frente al cáncer?
-Es importante para tu salud mental porque es fácil caer en la desesperación. Pero no marca la diferencia sobre si alguien vive o muere. La gente positiva muere cada día y otros que son depresivos pueden durar para siempre. Todos conocemos alguno.
-Viven entre nosotros.
-Ja ja ja, exacto. Y lo sé porque la hermana mayor de mi madre, que era la peor persona que te puedas imaginar, tuvo cáncer de pecho un par de veces y se salvó. Se las arregló para vivir más allá de los 90 y murió de otra cosa. Quizá es que hasta el cáncer le tenía miedo.
-¿Hubo mucha gente que le decepcionó?
-Sí, gente cercana que no pudo con ello y se marchó. Creo que eso es lo más difícil de todo. Y para muchísimas mujeres los que se van son sus parejas o maridos. La estadística en EE UU es brutal. Cuando la mujer, que es la encargada de los cuidados, necesita que la sostengan, muchos desaparecen. En mi caso, fueron amigos cercanos los que, directamente, dejaron de comunicarse conmigo después de mi diagnóstico.
-Suena muy egoísta, ¿no?
-Es una mezcla de todo. Pensar solo en uno mismo, miedo, cambio de roles... Fue devastador para mí. Es muy difícil no sentirse abandonado en una situación así. También hubo amigos que fueron increíbles y que se quedaron a mi lado incluso cuando yo no era una compañía muy agradable. Se ve de qué está hecha la gente.
-En su caso no tenía pareja, ¿eso fue mejor o peor?
-Cuando escuchaba a la gente quejarse de sus maridos en los grupos de apoyo, me alegraba de no tener pareja, de que no hubiera alguien al que tuviera que cuidar. Por otro lado, al menos en EE UU, todo el sistema de apoyo gira en torno a la familia. En mi caso, como poeta, no podían entender quiénes eran las personas que me acompañaban porque estaban muy alejadas del modelo tradicional. Nadie podía coger días de forma legal para llevarme al hospital, por ejemplo. Tenían que hacerlo en sus horas de comida. Es muy injusto.
-¿Cómo lo vivió su hija?
-Ella acababa de cumplir 14 años cuando me diagnosticaron el cáncer y quise que siguiera siendo una adolescente, que no me tuviera que cuidar. Y eso lo hicieron posible mis amigos.
-Dice que le daba más miedo la cultura de la enfermedad que el cáncer en sí.
-Es cierto. Toda esa exposición al lenguaje, a la ideología, al rol que se suponía que debía adoptar como enferma... Me ofendía intelectualmente, estéticamente, quería que las palabras fueran más elaboradas y no tener que adoptar ese aspecto estereotipado. No quería ser eso. Por eso reafirmé lo que pude mi identidad a lo largo del proceso, traté de ser yo misma todo el rato para sobrevivir.
-¿Lo consiguió?
-Creo que sí. Escribir este libro, leer todo lo que pude, eso fue fundamental. Todos esos escritores que habían reflexionado antes que yo sobre la enfermedad fueron mis compañeros, me susurraban cosas al oído. Cuando alguien me pregunta, siempre digo que todos somos diferentes, y que se trata de ayudar a que cada uno pueda ser él mismo. No convertirlos de pronto en alguien enfermo.
-¿Cómo se enfrentó al miedo?
-Tiene gracia porque en cuanto se enteraron, muchos amigos me empezaron a mandar marihuana desde California, donde es legal. Pero vamos, ya le digo que después de tener cáncer no quieres volver a fumar hierba en tu vida porque deja de ser algo divertido. Lo que de verdad me ayudó fueron los libros. John Donne, Virginia Wolf...
-¿Cuál le sirvió más?
-El libro de John Donne del que hablo en “Desmorir”, es un arrogante despliegue de talento a las puertas de la muerte. Su escritura es inflamable, impresionante, bella, memorable. Cada pasaje responde a la muerte con el arte. Es un texto que ha durado siglos y que ha terminado en manos como las mías. Para mí fue como si me desafiara como poeta a hacer algo bello también. Lo leí en cuanto me dieron el diagnóstico. Fue lo primero y significó la luz.
-¿Cómo se preparaba para las sesiones de quimio?
-Muchas veces se quedaban amigos en casa el día antes y entonces se convertía en una ocasión que esperaba con ilusión pese a que sabía que cada vez me sentaría peor. Una de las decisiones que tomé y que me ayudó fue que haría todo lo que pudiera mientras tuviera fuerzas. En principio no iba a dejar nada solo porque las cosas empezaran a ponerse un poco difíciles. No me iba a adelantar.
-¿De qué forma se asemejan su cáncer y la Covid-19?
-Es como estuviera viendo al mundo entero pasar por la experiencia de tener cáncer. Las mascarillas, el lavado constante de manos, el miedo a que otros te hagan caer enfermo... La soledad y el aislamiento sumados a la debilidad de la enfermedad. Ha sido como una pesadilla para todos, ver que ocurre lo que nunca le desearías a nadie. Además, en ambos casos creo que las cosas podrían hacerse mucho mejor. Entre otras cosas, el ansia de rendimiento económico ha empeorado todo.
-¿Usted ha estado mucho tiempo confinada?
-Llevo un año en casa, también porque estoy inmunodeprimida. Ha sido muy duro, creo que todo el mundo se ha vuelto un poco loco.