Crítica de “Hijos del sol”: no hay tesoros en Irán ★★★★☆
Creada:
Última actualización:
Director: Majid Majidi. Guión: Nima Javidi, M. Majidi. Intérpretes: Roohollah Zaman, hamila Shirzad, Ali Nassirian, Mohammad Javad Ezzati. Irán, 2020. Duración: 99 minutos. Drama.
En España sería un eufemismo, y quizá también en ese país, Irán, de donde procede la película. Los «Hijos del sol» son menores obligados por las penosas circunstancias familiares de pobreza (y procedentes todos siempre de familias desestructuradas con padres drogadictos, en la cárcel o muertos, y madres en el psiquiátrico o inexistentes) a mercadear en el metro con menudencias, a trabajar por nada y menos en un taller de coches, a robar los neumáticos de un vehículo de alta gama, pero que, con suerte o gracias a la persistencia, acaban en un colegio caritativo y público más o menos así llamado del que, y también con más fortuna todavía y gracias a sus talentos, pueden escapar en el futuro para seguir estudiando o formar parte de un equipo de fútbol. Al mundo, al más pobre sobre todo, siempre les quedarán las millonarias promesas del balón.
Alí, de 12 años, no ingresa en el centro escolar con ninguna de esas ideas en la cabeza, ni tampoco sus tres amigos, sino para encontrar un tesoro oculto junto al sótano del edificio, debajo del cementerio, y que, según un viejo y astuto criador de palomas muy parecido a esos personajes dickensianos que provocan náuseas, los salvará del infortunio y la pobreza. Y el nervioso Alí (un personaje que de manera inevitable se te clava en la memoria para siempre) decidirá entregarse en cuerpo y alma a escarbar en la tierra un cada vez más profundo, serpenteante y laberíntico túnel, en una suerte de metáfora que simboliza la asfixia y las improbables salidas que tienen estos menores.
El filme conmueve, y no porque el cineasta lleve al extremo sus premisas: conmueve el idealista profesor que decide partirse literalmente la cara por una pobre niña que han rapado, y quién sabe si algo más, tras ser detenida por la venta de su miserable mercancía, conmueve un pequeño genio de las matemáticas porque aprendió a hacer las cuentas poniendo baldosas, pero nunca amarillas, conmueve un protagonista absolutamente desesperado y con la idea de abandonar de una vez la soledad y las manos atadas a los barrotes de la cama en un hospital desvencijado. Pero, con insistencia y dolor y rabia, emociona ver a un menor que sabe de muchas historias más que quienes lo educan en el papel de un adulto inmaduro y tan obcecado en que la vida puede transformarla una bolsa que flota, como él, en aguas sucias, a la deriva.