Los límites del humor: Como te rías te crujo
Hace unos días Vox señaló al editor de la revista «El Jueves». No hace tanto los integrantes de Homo Velamine fueron condenados por una parodia del sensacionalismo mediático. Opinar, no digamos ya reírse o parodiar, te proscribe. Verdugos, plañideras y ofendidos pelean por decidir qué puede o debe decirse
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En los últimos tiempos hemos visto a viñetistas abandonar «Le Monde», a jueces denunciados por poemas satíricos sobre ministras, a humoristas perder su trabajo por un chiste en redes sociales, portadas secuestradas, denuncias de toreros a revistas satíricas, señalamiento de editores. Parafraseando a Accidents Polipoétics, «las hordas internacionales de madres y delegados y funcionarios y chinchillas y hurones moralistas que desean llevarte, cogidito de la mano, a la jubilación». Se apresuran a señalar que «eso no se dice, eso no se hace», tratando de imponer al humor unos límites en nombre de conceptos tan subjetivos y poco cuantificables como el decoro, la compasión, el sufrimiento, el buen gusto o la particular sensibilidad de cada uno. Creíamos que habíamos conquistado un territorio moderno y libre, de humor a la contra, de humor contrario a los dogmáticos y los mandamientos del poder, de humoristas aupados a los hombres del 98 y el 27, de Tono y de la Codorniz, de Mingote y de Chumy, de Gila y más.
Pensamos, ingenuos, que el presente era librepensador e ilustrado, gamberro con mueca seria y sarcástico con careta de sacar mucho la lengua. Ingenuos. Con la fiesta por recoger y los salmones populistas remontando el río negro del medievo, nos hemos despertado en un salón tristísimo y oscuro, impracticable de censores cursis, comisarios políticos, sepultureros blanqueados y otras gentes incapaces de reírse porque los interventores de la moral ajena odian el humor y su carga explosiva de subversión escéptica. Lo peor, con todo, no son las persecuciones de los humoristas, tan antiguas como la hoguera y el cadalso, sino la espantosa certeza de que el poder político, generalmente enemistado con la burla, coincide también con el sentir de una sociedad anestesiada y unos intelectuales amuermados, tiesos de miedo frente al rugido de unas redes sociales constituidas en marabunta.
Tras la última polémica con el humor –no la de si las mujeres son más o menos graciosas, sino el señalamiento del editor de una revista satírica española por parte de un partido político– hemos querido reflexionar sobre sus límites con aquellos que mejor lo conocen. Coinciden todos ellos en que el único límite al humor en una democracia debería ser el que marque la ley.
«Creo que los límites públicos del humor en un país libre sólo debe determinarlos la Justicia», explica el reconocidísimo viñetista Guillermo, «por muy extremo que pueda llegar a ser, el humor es, incluso antes que una opinión, una forma de creación literaria. Y como tal, se mueve siempre dentro de los terrenos de la ficción». «Ponerle límites al humor es como poner vallas al campo», añade Pepe Colubi. Para el humorista, escritor y periodista, uno de nuestros Ilustres Ignorantes, «es importante tener claro que el humor es contexto: no es lo mismo el humor en un teatro, que en televisión, en un artículo o en redes sociales. Del mismo modo existen el sarcasmo, la ironía, la sátira, distintos niveles de construcción humorística».
Interviene Juanjo de la Iglesia, periodista, escritor y presentador, referente para toda una generación por su Curso de ética periodística, y señala que «no parece razonable ni civilizado que un humorista deba estar sometido a la arbitrariedad que supone, por ejemplo, que un grupo se sienta ofendido por esas opiniones y por ese motivo se le impida expresarlas o, peor aún, pretendan sancionarle por ello». «Tenemos que aprender a gestionar la ofensa», dice Colubi: «Una persona levantando la mano y gritando “me siento ofendido” está reclamando una atención que no se corresponde con los cientos o miles de personas que han ignorado el chiste».
«Cualquiera tiene derecho a reírse de lo que le plazca», explica José A. Téllez –más conocido como Mónica y cuya obra hemos disfrutado en «El Jueves» o «El Víbora»–, «pero en la práctica, cuando este pasa a difundirse, creo que debe someterse a tres consideraciones: el contexto, la línea editorial del medio y el autocontrol. Si yo creo que algo es gracioso, lo hago. Aunque moleste», sentencia.
Para Juan Carlos Ortega, el límite es la verdad: «Uno puede hacer humor y sátira, y burla, y lo que se le antoje con la verdad, pero lo que de allí saldrá no es humor. Ese límite es como el de la velocidad de la luz en la ciencia; un límite físico en el que nosotros poco tenemos que hacer. El humor trabaja con lo falso, lo pomposo. Lo verdadero es su límite. Es su velocidad de la luz».
Juan Abreu, escritor, el hombre más libre escribiendo que conocemos, maestro del humor inteligente, nos dice «el límite del humor no existe, no debería tener límite». Él no se pone ningún límite, jamás se autocensura. «En absoluto», remarca. «El humor es una de las armas más eficaces que tiene la libertad. Es la medida para evaluar que se permite al ser humano: a mayor capacidad para burlarse de uno mismo, mayor libertad. A menor capacidad, menor libertad».
A propósito de la autocensura, Juan Carlos Ortega indica: «Hace tiempo que no me autocensuro. Hago lo que me gusta a mí, y como por suerte no soy un psicópata ni un sádico, no suelen ocurrírseme bromas sangrientas. Yo soy mi público. Y eso no es presuntuoso. Al contrario, porque sé que lo que a mí me gusta puede gustar a otros, puesto que soy exactamente como muchos de los demás».
Edu Galán, brillante mitad de Mongolia, añade: «Las únicas veces que me he autocensurado en mi trabajo ha sido, no tanto por las consecuencias, que me dan igual, soy adulto, sino por no aguantar la cháchara de plastas tanto de izquierdas como de derechas que te vienen a explicar cómo tienes que hacer tu trabajo. O te llaman “acosador” u “homófobo” por una portada...».
Las ñoñerías de los otros
«¿Por qué solo se plantean límites al humor?», se pregunta Colubi. «Al drama se le permiten todo tipo de tropelías, ñoñerías y cursiladas, pero al humor se le exige que se justifique como si fuera un hecho aislado, una anomalía, un suceso ofensivo», sentencia. Guillermo añade que «la autocensura es un riesgo desde el momento en que hoy ha desaparecido el contexto, que es uno de los marcos dentro de los que tiene lugar esa ficción que es el humor. El humor, hasta ahora, estaba frente a “su público”: un público entre las cuatro paredes de una sala, o frente a unos lectores en las páginas de una revista. Hoy, además, va a estar en las redes sociales, frente a una audiencia “random” que pasaba por ahí, y que desde luego no ha hecho el acto voluntario de contemplar el trabajo de los autores que le gustan acudiendo a su sala preferida o comprando su revista favorita». «La autocensura ya viene sin planteártela», comenta Edu Galán. En palabras de Colubi, «no está mal que repasemos y actualicemos maneras de construir humor, y creo que hemos avanzado en la empatía de ciertas aproximaciones –continúa–, pero recordemos el “animus iocandi” más como un estado de ánimo que como un término de jurisprudencia».
El gran Javier Cansado también aporta su opinión: «Cuanto más incorrecto contra los ofendiditos, mejor. El humor que utiliza “nombres propios” no me interesa y me parece barato. Si vas a hacer un chiste que va a causar dolor, por favor, que al menos sea buenísimo. Yo tengo la fortuna de practicar lo que lealmente se llama humor absurdo y no utilizo ni política ni coyuntura... Personalmente, no me veo afectado por la polémica de los susodichos límites. Estoy en un momento vital y creativo que en el escenario, en una improvisación por ejemplo, digo lo que me da la gana y no me arredro por las posibles consecuencias».
«Por supuesto que se corre el riesgo de caer en la autocensura», asegura De la Iglesia. «La autocensura es igual de eficaz que la censura institucional, sólo que mucho más barata porque no necesita funcionarios que la ejerzan. Es algo que entendió muy bien Manuel Fraga con su Ley de Prensa cuando fue ministro de Franco. La cosa se presentó como una “apertura” del régimen, puesto que se suprimía la censura previa; la libertad de Prensa no tendría más límites que las leyes... de una dictadura, como la Ley de Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales. De esta manera se suprimía el trámite de hacer leer los textos a un censor, obligando al periodista a autocensurarse para evitar problemas». «Últimamente», confiesa Téllez, «creo memes que suelto en internet a modo de desahogo, y lo hago anónimamente porque sé que me acarrearían broncas y censuras en redes, además de más que probables represalias laborales». «Y lo entiendo –dice Galán–. Hay mucho paro y no todo el mundo puede permitirse desafiar en sátira y en comedia, porque te llueven palos sin parar».
«Mis propios límites tienen más que ver con el sentido común que con cualquier otra consideración», justifica Ortega. «Procuro putear a las menos personas posibles, no quiero hacer daño a diestro y siniestro. En esencia, me esfuerzo por diferenciar el humor, al que adoro, de la burla, a la que desprecio».
«En caso de tragedia –nos dice Colubi–, la primera víctima es la verdad, la segunda es el humor». Esperamos que se equivoque.