«Titane»: Sexo, muerte y coches en el festival de Cannes
El filme Julie Ducournau está aliñado con un conjunto de imágenes desprovistas de prejuicios
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Que levante la mano el que no recicle. Eso sí, se puede reciclar equivocándose de contenedor o separando plástico de materia orgánica. No sabemos si Julie Ducournau recicla bien en la vida real, pero lo cierto es que hace brillar su voz, rabiosamente única, a través de sus modelos ajenos. El reciclaje como una de las bellas artes. En la estupenda «Titane», que ya se ha convertido en el «hype» de esta 74 edición del Festival de Cannes, se conjuran los espíritus del Cronenberg de «Crash» y la Nueva Carne y los delirios de «Engendro mecánico», los excesos violentos del horror extremo francés y el amor por los automóviles con vida propia de «Christine», la poética incestuosa de «Los bastardos» y el cine del cuerpo de Claire Denis («Beau Travail») y Philippe Grandrieux («La vie nouvelle»). Lo mejor de «Titane» es que resulta una película absolutamente original, en la que Ducournau radicaliza todos los debates sobre la imaginería «queer» y la identidad de género a los que «Crudo», su ópera prima, había hincado el diente. Alexia ha hecho del «body art» un modo de supervivencia. Literalmente: de pequeña, tras un accidente de coche, le implantaron una placa de titanio en el cerebro.
De adulta, nunca sabremos qué la convirtió en adicta al metal cromado, si la operación quirúrgica (como le ocurría a la Chambers de «Rabia») o una patología de nacimiento. Podríamos decir que es el paradigma de lo no-binario, porque lo masculino y lo femenino le despiertan instinto asesino, y los coches le producen orgasmos múltiples. Su encuentro con un jefe de bomberos que se inyecta esteroides y que se empeñará en convertirse en su padre y protector, y lo que podríamos llamar un embarazo no deseado, desatarán la furia de un discurso feroz y atrevido sobre la versatilidad hermenéutica del cuerpo y el género en la cultura contemporánea y una apología de las familias disfuncionales como último refugio de estos tiempos desafectados. Un conjunto aliñado con imágenes de impacto, desprovistas de todo prejuicio (¡qué mejor uso de una aguja de tejer que clavársela en la oreja de tu acosador!), y, ojo al dato, una reivindicación, entre siniestra y paródica, de la «Macarena» de Los del Río. Imposible pedirle más a una película de tecnoterror «queer».
Arcos dramáticos
Al otro lado del charco aparecía un ex actor porno que vuelve a Texas con 22 dólares en el bolsillo y la poca vergüenza del que no tiene nada que perder. Una de las enormes virtudes de la notable «Red Rocket», la nueva película de Sean Baker después de la excelente «The Florida Project», es Simon Rex, que hace una colosal interpretación de un caradura narcisista, probablemente tirando de su propia biografía, cuando se masturbaba en webs de porno gay y trabajaba como actor de cuarta categoría en añejas series de televisión. Rex tiene la ímproba responsabilidad de encarnar a un personaje que no aprende nada en toda la película, algo imperdonable para los amantes de los arcos dramáticos. Es igual de impresentable cuando pide ayuda a su mujer y su suegra, que no lo quieren ver ni en pintura, como cuando, al final, sonríe al ver a su nuevo objeto de deseo, una casi dieciochoañera de la que también piensa aprovecharse. Hacer un estudio de personaje desde esa inmovilidad moral tiene sus riesgos, sobre todo cuando el punto de vista de la película se empeña, con rigor, en mantenerse al margen de juicios, cuando lo observa todo con cierta ligereza. En la América de Sean Baker, que parece paralizada en el «Donut Hole» que también servía de centro neurálgico de «Tangerine» (el filme que Baker rodó con Iphones), los votantes de Trump –estamos justo antes de que ganara las elecciones de 2016– están en el paro, viven con lo puesto, y, como mucho, aspiran a salir adelante con ese encanto personal que ha hecho de la mentira su modus vivendi.