Los hallazgos de Minkowski
El maestro francés dirige la Orquesta Nacional de España con un programa en el que la figura femenina es el centro y origen de las obras que lo componen
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Interesante programa propuesto por la ONE, en esta ocasión bajo la batuta de un reivindicador infatigable de lo reivindicable, Marc Minkowski. Empezaba con la cantata Faust et Hélène de Lili Boulanger, una pieza con una escritura orquestal sorprendente, tanto por la edad de la compositora -18 años- como por la compleja textura sinfónica desplegada. Su música no renuncia a una voz propia -exuberante, hermosamente decadente- pero sabe trasladar a la vez audacias armónicas que miran de reojo a Debussy o Wagner, contrapesadas por un vuelo lírico más propio del último Puccini.
Esta juventud impertinente y extrañamente sabia de Faust et Hélène se concreta cuatro años antes que la otra gran obra de “mágica juventud” de la década, Die tote Stadt, de Korngold, publicada cuando apenas tenía 23 años bajo un relato orquestal con muchas similitudes con el de Boulanger. La partitura le valió a la compositora el Prix de Rome en 1913, un reconocimiento que no se situaba precisamente en la vanguardia social y que explica por sí solo la brillantez de los pentagramas. Era la primera vez que se le otorgaba a una mujer: grande debía ser el abismo que mediase entre su música y la del resto de candidatos para aceptar esa realidad.
La historia, relatada sin mucho nervio por Eugène Adenis, se basa en un capítulo de la segunda parte del Fausto de Goethe, con Fausto, Mefistófeles y una resucitada Helena de Troya. Minkowski no quiso suavizar aristas ni matizar el discurso: un amanecer que se disuelve en la cuerda, un dúo de amor repleto de premonición y un clímax preparado sin ampulosidad ni artificio. El Mefistófeles de Duhamel tuvo algún problema de volumen, y estuvo bien secundado por el Fausto de Henric, de emisión sencilla y timbre heredero de los grandes tenores románticos. A la Hélèna de Brunet-Grupposo le faltó algo de seducción innata, pero lo suplió con un fraseo que encajó de maravilla con los arcos melódicos de Boulanger. Gran recibimiento por parte del público y aplauso a la partitura, esgrimida por Minkowski al salir a saludar.
Podría pensarse que la segunda parte se enfocaba de manera más tradicional, con la primaveral Primera Sinfonía de Robert Schumann. Pero casi siempre en la música es más importante el cómo que el qué. Arropado por la rusticidad derivada de la elección tímbrica del tipo de trompetas, Minkowski jugó con los guiños clásicos de la partitura, trasladando el viento a dinámicas clasicistas y la cuerda a románticas. De esa manera se construía una frontera palpable donde la alegre “vomitona” de Schumann -compuso el andamiaje de la sinfonía en cuatro días- encajaba a la perfección tanto con el legado beethoveniano como con su condición de sinfonía primeriza. Gran construcción de los movimientos centrales para lanzar el eufórico cierre de un concierto inmejorable.