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El arte de resucitar a un genio: “Infinito”, homenaje a Paco de Lucía en el Teatro Real

El público que llenó anoche el Teatro Real asistió a una clase magistral de canto, música y baile. Pero lo que se vivió allí, insisto, fue una epifanía
Miguel Poveda durante el homenaje al músico Paco de Lucía en el Teatro Real
Ricardo RubioEuropa Press
La Razón
  • Javier Menéndez Flores

    Javier Menéndez Flores

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No es ninguna novedad que un teatro, cualquier teatro, desde el más modesto al más insigne, es una fábrica de magia. Pero lo que sí roza la categoría de insólito es que en uno de ellos tenga lugar una resurrección. Ocurrió anoche, en Madrid, en el Teatro Real. El espectáculo “Infinito”, con el que se rendía un esperadísimo homenaje a Paco de Lucía ocho años y medio después de su muerte, congregó a 24 monstruos que lograron poner en pie al más grande guitarrista de flamenco de todos los tiempos, maestro de muchos de ellos y el compadre inolvidable de otros tantos.
Ese homenaje, que cerró los conciertos del Universal Music Festival y fue auspiciado por la fundación Paco de Lucía, tuvo, sí, la virtud de contar, de principio a fin, con la imposible presencia del homenajeado. Primero, por las imágenes documentales que se emitieron, en las que se alternaban el Paco de Lucía joven y el maduro –los mismos pero otros–, y que sirvieron de introducción a las distintas actuaciones. Y después, por la ubicuidad de su arte, que cobró cuerpo y alma a través de la explosión de talento de quienes tantísimo aprendieron de él.
El público que llenó anoche el Teatro Real asistió a una clase magistral de canto, música y baile. Pero lo que se vivió allí, insisto, fue una epifanía: la de sentir que el guitarrista flamenco que más arriesgó, que más sufrió y que les abrió el camino a todos los que llegaron después, volvía a colmar con su presencia un escenario.
Entre las paredes del teatro en el que De Lucía ya había actuado en el lejano 1975, y cuyo concierto se inmortalizó en disco, fue fácil comprobar que la belleza puede adoptar múltiples formas, pero que su presencia no admite duda. La ves y dices: ya, ahí está. Y tu mirada se engancha a ella en un intento de retenerla el mayor tiempo posible.
Belleza fue ver a la portuguesa Mariza cantando un fado hondísimo, acompañada a la guitarra de Josemi Carmona. Belleza fue ver bailar a Farru, Farruquito y Sara Baras con el demonio de la excelencia bien dentro. Belleza fue sentir en las entrañas la voz de Miguel Poveda –esa voz– como un arpón de placer. Belleza fue ver a Al Di Meola y John Mclaughlin –con los que De Lucía grabó un disco revolucionario y millonario en ventas, Friday Night In San Francisco– llevar a cabo, junto al guitarrista Antonio Sánchez, una exhibición de técnica y virtuosismo. Belleza fue ver sobre el escenario a Jorge Pardo, Carles Benavent, Rubem Dantas y Pepe de Lucía, con los que hace más de 40 años Paco formó un grupo que hoy sigue sonando moderno. Belleza fue ver a Joaquín Grilo bailar María de la O con una lectura personalísima, de artista de remate, y belleza fue, en fin, disfrutar de la interpretación que una elegantísima Niña Pastori hizo de la copla Te he de querer mientras viva, popular en la voz de Marifé de Triana.
El flamenco es una herida siempre abierta, puesto que es un arte que se ejecuta en sangre viva. Incluso en los momentos de pura alegría, de fiesta, de delirio grupal (tribal), esa herida sigue vaciándose, derramándose, doliéndose. Pero los ideólogos del homenaje no quisieron que el espectáculo concluyera empapado de tristeza, sino como un canto rotundo a la vida. Por ello, el cierre lo pusieron diez magníficos que interpretaron Entre dos aguas, esa pieza que Paco de Lucía improvisó en un disco y que lo convirtió en una estrella. Cinco hombres a cada lado y en el centro, sobre una silla, una guitarra que simbolizaba al homenajeado, que aunque no estuvo, no dejó de estar ni un solo segundo. En las gargantas, en los movimientos y en el toque de las figuras que se juntaron para celebrarlo superlativamente. Y tras ese tema empezaron a sumarse casi todos los artistas de la noche, algunos ya con la ropa de calle, y regalaron un fin de fiesta que alegró los corazones.
El público, al levantarse y dirigirse hacia la salida, se veía más liviano, más etéreo, más sabio que tres horas y media antes, que fue lo que duró aquel festín de arte. Los rostros, de todas las edades, mostraban felicidad. Porque habían desalojado de sí todo lo superfluo para que les cupiera el chorro de talento y belleza de unos extraterrestres empeñados en hacerles disfrutar de un espectáculo que debería convertirse en gira y estudiarse, por lo mucho que enseña de la capacidad del ser humano para conmover a sus congéneres.
Qué cosas. Hay veces en las que te sientes tan pleno, tan bien tratado, tan en paz, que lo único que te apetece es llorar mientras sonríes. Anoche en el Teatro Real de Madrid, por ejemplo.

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