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Teatro

Mérida: un festival que ya lo es de manera plena

La incorporación del Teatro María Luisa como espacio escénico dentro de esta 68ª edición ha supuesto una apertura de la programación a otro tipo de propuestas menos comerciales

La danza flamenca de María Pagés y su espectáculo "De Sheherezade" durante el 68 Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida
La danza flamenca de María Pagés y su espectáculo "De Sheherezade" durante el 68 Festival Internacional de Teatro Clásico de MéridaJero MoralesAgencia EFE

El Festival de Mérida ha tenido, no sé si siempre, pero al menos sí durante los últimos 20 años aproximadamente que yo llevo acudiendo a él, una particularidad con respecto a otras importantes citas veraniegas de índole parecida: su programación está excesivamente supeditada a un solo espacio, y todo lo que queda fuera de él es bastante anecdótico, cuando no amateur. Sí, de acuerdo, no se trata de un espacio cualquiera, sino del imponente, asombroso, sobrecogedor… y todo lo que queramos… Teatro romano; pero lo cierto es que este tiene unas características muy determinadas por su propia monumentalidad, que condiciona ya el estilo a la hora de idear las propuestas, y por las cerca de 3.000 personas que es capaz de albergar y a las que, por tanto, van dirigidas esas propuestas.

Es decir, el espacio obliga a que todos los montajes sean grandiosos y, a ser posible, comerciales, para rentabilizar esa grandiosidad. Además de esta, digamos, “semejanza artística” de los proyectos que aquí se estrenan hay, o mejor dicho había, otra peculiaridad en la naturaleza del festival que lo hacía menos interesante que otros para el público más teatrero y especializado: al estar su programación, como digo, concentrada en torno a ese único gran espacio, los montajes se van sucediendo, más o menos uno cada semana, después de tres, cuatro o cinco días de representación, sin que la oferta llegue nunca a solaparse. Esto quiere decir que alguien que viajase a Mérida interesado en el festival solo podía ver un montaje, salvo que se quedase allí indefinidamente para ver uno cada semana. Lo lógico sería, como ocurre en otros grandes festivales al uso, que el espectador pudiera ir varios días seguidos para ver, al menos, una función cada día.

Pues bien, seguramente muy consciente de estos obstáculos y singularidades, la dirección de Mérida ha tomado la inteligente decisión de incorporar el Teatro María Luisa –inaugurado en el marco de esta edición del festival tras su reforma- como espacio de programación. Esto ha permitido, y ojalá lo siga permitiendo en el futuro, que este fin de semana muchos –o más bien muchísimos, teniendo en cuenta la ingente asistencia de público- hayamos disfrutado de lo que, idealmente, ha de ser un gran festival. Así, en solo tres días -o incluso en dos, si alguien quería hacer doblete- se han podido ver tres interesantísimos montajes de géneros y estilos bien diferentes.

El primero de ellos ha sido De “Sheherazade”, que se ha representado de viernes a domingo en el Teatro romano. Poco importa que su dramaturgia sea un poco confusa –la verdad es que no queda bien explicada ni en el programa de mano- para apreciar el hermosísimo y colosal trabajo de la veterana bailaora María Pagés y toda su compañía. Especial mención merece la primera parte del espectáculo, que vuela grácil hacia a un flamenco más fusionado y se percibe, desde la cávea, hermosísima y evocadora tanto en la composición musical como en el deslumbrante diseño de la coreografía. Y todo ello, claro, con un primoroso cuidado del vestuario y la iluminación.

El sábado llegaron “Las niñas de Cádiz” a un abarrotado Teatro María Luisa para demostrar, con “Las bingueras” de Eurípides, que algunos montajes menos fastuosos como este pueden y deben estar también presentes en el Festival de Mérida, y que el arte no es mejor ni peor por el lujo en el diseño de la producción, sino porque ese diseño se adecúe bien a las características de cada propuesta, como aquí ocurre. Dirigida en esta ocasión por José Troncoso, que también está presente como actor, la compañía vuelve a tomar elementos de la cultura clásica –en esta ocasión parte de la tragedia de Eurípides Las bacantes- para tender un puente, construido siempre con el humor y la parodia, hacia esa otra cultura más popular, actual y cotidiana que tanto, y tan bien, se han ocupado de reflejar las chirigotas de Cádiz. Sin llegar a ser tan brillante como “El viento es salvaje”, la función tiene momentos delirantes, repletos de ingenio, que el público puesto unánimemente en pie supo agradecer.

Para rematar el estupendo fin de semana, la histórica compañía catalana Els Joglars tomó el domingo el relevo de “Las niñas de Cádiz” en un María Luisa igualmente atestado con su montaje “¡Qué salga Aristófanes!”. La corrección política, tan preocupante en los últimos tiempos, es el blanco en esta ocasión de una sátira tremendamente perspicaz que, no obstante, se desarrolla en el escenario de manera un tanto arrítmica y lánguida.