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Las confesiones del exorcista Amorth

Paloma Pía Gasset acaba de publicar su primer libro, «Testigos directos del Padre Pío», donde salen a relucir multitud de anécdotas desconocidas del santo de los estigmas
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Se honró siempre el célebre exorcista Gabriele Amorth de haber sido hijo espiritual del Padre Pío hasta su misma muerte, acaecida el 16 de septiembre de 2016. Y con motivo ahora también del 54 aniversario del fallecimiento del Padre Pío, Paloma Pía Gasset, sobrina bisnieta del insigne filósofo Ortega y Gasset, acaba de publicar su primer libro, «Testigos directos del Padre Pío» (Custodian Books), donde salen a relucir multitud de anécdotas desconocidas del santo de los estigmas. El futuro exorcista oficial del Vaticano había conocido al Padre Pío con solo 17 años, en agosto de 1942. Gabriele Amorth llegó a ser el exorcista que más veces combatiría cara a cara con el diablo: más de setenta mil exorcismos, aunque de personas muchos menos, pues a una misma llegó a exorcizarla cientos de veces.
Licenciado en Derecho con 22 años, Amorth se ordenó sacerdote el 8 de septiembre de 1953. A su primer encuentro con el Padre Pío siguieron otros muchos que ni él mismo hubiese sospechado jamás. No pensó tampoco entonces que seguiría yendo a San Giovanni Rotondo para visitar al Padre Pío y confesarse con él durante 26 años consecutivos.
Una de aquellas madrugadas, el reloj despertador de Amorth sonó a las cuatro. La misa del Padre Pío empezaba a las cinco, pero él estaba ya en pie a las tres y media. Después, recorrió dos kilómetros a pie para llegar hasta el convento, con un viento punzante que le calaba hasta los huesos. Cuando entró en la iglesia, corrió con los otros hombres hacia la sacristía, detrás del altar mayor. El Padre Pío se despojó de los mitones que ocultaban sus estigmas para celebrar la misa. El capuchino que le auxiliaba escondió los guantes en el interior de su talega. Enseguida el templo se llenó de fieles. Al finalizar, Amorth comprobó que todos se disponían en dos hileras a lo largo del pasillo que debía recorrer el Padre Pío para regresar al convento. Él pasó lentamente, mientras los presentes intentaban besarle la mano o que él la pusiera sobre sus cabezas para bendecirlos.
Un coro ininterrumpido de voces gritaba: «¡Padre Pío, rece por mi hijo moribundo!», «¡Padre Pío, me estoy quedando ciego, rece por mí!», «¡Padre Pío, he tenido un accidente de automóvil, encomiéndeme para que pueda volver al trabajo!», «¡Padre Pío, mi mujer tiene una enfermedad que los médicos no saben cómo curar, interceda por ella!». Amorth regresó a San Giovanni Rotondo y tuvo oportunidad de confesarse con el Padre Pío. Comprobó entonces que él amaba al pecador, pero aborrecía el pecado. Algunas de sus reacciones eran legendarias: «Desgraciado, ¡te vas a ir al infierno!»; «¿Cuándo dejarás de comportarte como un guarro?»; «¿No sabes que es pecado mortal? ¡Vete!». La gente le imploraba, pero era difícil que en esa ocasión él cambiara. No le importaba quién tenía delante: rico o pobre, guapo o feo... solo miraba las almas. Todos en fila, iguales, un empresario o un obrero. Lo mismo daba. Sufría muchísimo por todos los pecadores.
“¿Cárcel o manicomio?”
La dureza de las confesiones del Padre Pío dependía del penitente que tuviese delante de él. Con las almas arrepentidas de verdad se comportaba con una enorme dulzura, pero si comprobaba que no existía dolor de corazón ni propósito de enmienda, entonces se mostraba muy estricto con esas otras almas. A veces, mantenía su innato sentido del humor, como cuando Amorth le confesó al Padre Pío que había tenido pensamientos de soberbia. A lo que él le replicó, muy serio: «Te has atribuido bienes que no tienes, porque son del Señor, que te los ha dado. Al atribuírtelos te has comportado como un ladrón y mereces la pena de cárcel. Pero si crees de verdad que tienes esos bienes que no son tuyos, estás loco de remate y te mereces el manicomio. Elige, hijo mío: ¿cárcel o manicomio?». Y le miró con una entrañable sonrisa antes de darle la absolución.
«La razón de mi esperanza»
Amorth comprobó finalmente en propia carne cómo el Padre Pío leía su alma. Y no solo la suya... En cierta ocasión, mientras él aguardaba delante de la puerta de su celda, la número 5, de la que pendía un cartel con una bella frase de San Bernardo: «María es toda la razón de mi esperanza», llegó un hombre de unos 25 años. Ambos sabían que el Padre Pío regresaría allí de un momento a otro. Cuando llegó, les dijo para disculparse: «Lo siento, pero no tengo tiempo ahora: debo cortarme la cabeza». ¡Guillotinarse...! Eso mismo entendieron ellos, sin dar crédito a lo que acababan de escuchar.
Tras saludar a Gabriele Amorth, el Padre Pío se giró decidido hacia el joven para recriminarle: «¡Tú no puedes seguir así! Sé que no deseas ofender a Dios, pero tampoco decides abandonar el pecado... ¡Tienes que decidirte! ¡Así no puedes continuar!». Amorth vio al joven con los ojos inundados de lágrimas. Y lo más increíble de todo es que aquel hombre reconoció luego que, pese a no haber hablado jamás con el Padre Pío, éste había puesto al descubierto la gran tragedia de su vida.
A la mañana siguiente, cuando el Padre Pío bajó a la sacristía para celebrar la misa, Amorth observó que tenía la cabeza rapada y la barba más arreglada. Acababa de estar con el fraile barbero. No es que quisiera «cortarse la cabeza», sino que se trataba de otra más de sus innumerables bromas.

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