Erri de Luca: «Los refugiados de Ucrania no hablan de la guerra, sino de la calefacción»
El escritor italiano, que socorre a los civiles ucranianos con ayuda humanitaria, publica «A tamaño natural», donde aborda las relaciones más extremas que ha habido entre padres e hijos
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Erri De Luca, con la frente hendida de arrugas y el rostro bronceado, aguarda sentado en la cocina de su casa, junto a una pared con docenas de etiquetas de botellas de vino. Acaba de regresar de su sexto viaje a Ucrania. Cuenta que cuando estalló la contienda, junto a un amigo jubilado, compró una camioneta de segunda mano. «Desde entonces, la llenamos con ropa y productos que nos piden explícitamente. Luego pasamos Eslovenia, Rumanía y llegamos a donde están acampados los refugiados».
No es la primera vez que Erri De Luca, un hombre enjuto, con la piel cuarteada por el sol y el frío, habituado desde pequeño a los rigores de la montaña y el alpinismo (una de sus aficiones), viaja a conflictos para paliar el dolor de los civiles. «Durante la guerra de Bosnia -explica-, hice varios viajes como conductor de un convoy. Es fácil: debes tener medios, tiempo y la convicción de que es algo que hay que hacer. Yo tengo las tres cosas. No es algo pesado ni complicado. No es un servicio obligatorio. Recogemos donaciones, ponemos los gastos de viaje y la garantía de que entregamos justo lo que esas personas requieren. Es un cargamento pequeño, pero también es cierto que nada de lo que llevamos se desperdicia».
Erri De Luca no es padre, pero ha escrito un libro sobre la paternidad: «A tamaño natural» (Seix Barral), una obra cruda, hecha de aristas y filos, que disecciona relaciones paternofiliales extremas, como la de Abraham e Isaac, la de Chagall con su estricto progenitor o la de un militar con crímenes de guerra en la consciencia con su descendiente. ¿Cuando vuelvan los padres que han combatido en Ucrania, tanto ucranianos como rusos, qué contarán a sus hijos? «No van a hablar. Mi padre no me contó nada de lo que hizo durante la Segunda Guerra Mundial. Ni a mí ni a nadie. Se lo guardó para sí mismo. Era el recuerdo de un tiempo maldito. Después de las guerras vienen periodos de silencio. Un silencio que nos sirve para resarcir. Solo es el hilo para coser los labios de una herida abierta. Se quiere olvidar. Yo nací en la posguerra y las personas no quieren hablar».
Erri De Luca, un escritor de fuertes convicciones y clara conciencia, regresa a Ucrania en su conversación: «Ahora voy a menudo allí y la gente no quiere hablar de lo que ha vivido, de su condición de refugiados, de que no van a poder volver a sus casas. Quieren hablar del invierno, de la calefacción que no van a tener, del día a día. En España, los escritores han hablado de la dictadura y la Guerra Civil, pero no como hijos, sino como nietos. Esa distancia es lo que permite volver al origen de esas historias. Es el tiempo el que permite la transmisión de las experiencias destructivas».
La deuda del padre
Erri De Luca reconoce que el padre siempre es «la figura contra la que rebelarse, de la cual el hijo tiene que distanciarse, pero a la vez sin renunciar a ser su hijo, porque has absorbido cosas de esa persona. Yo también lo hice. Leí sus libros, me contagió su afición por las montañas. Mi padre volvió de la guerra con un repertorio de canciones alpinas que cantaba su destacamento y eso me los transmitió. No lo pudo evitar. Uno puede rebelarse, pero no renunciar a ser hijo de quien se es. Es un nudo que no se deshace».
Él mismo reconoce otra deuda mayor, una herencia que ha definido su «estar en el mundo»: no consumir más que lo imprescindible y unos convencimientos democráticos bien asentados. Quizá por eso en su libro emplea la expresión «Aculturación de la masa». «Existe una cultura de masa que está relacionada con los programas televisivos, la publicidad, el entretenimiento, las redes... lo que sucede es que hemos pasado de ciudadanos a clientes, de una comunidad de iguales a personas que se nos valora por la función de nuestro poder adquisitivo. No debería tener que acceder a la justicia, la sanidad o la educación por mi poder adquisitivo. Todos gozamos de los mismos derechos. Pero a estos derechos no se les llama derechos, sino servicios, como algo que presta una empresa. Cuando los derechos pasan a ser servicios, es cuando pasamos de ciudadanos a clientes. Y eso hace que se debilite la democracia. La hace comprable. Y son las televisiones y las empresas las que acaban decidiendo. Nuestra debilidad es estructural. Y tiene que ver con el hecho de que hemos perdido ciudadanía y estamos más perdidos».
Por eso mismo advierte contra «estos partidos que se están aprovechando del miedo, que lo exalta. Por ejemplo, el miedo a los inmigrantes. Falta mano de obra en muchos sectores y los inmigrantes cubren esos puestos y nos ayudan. Pero muchos los siguen persiguiendo. Los miedos son autolesivos, porque dañan a los que los sienten. La criminalidad se ha reducido, pero la realidad ya no cuenta. Lo importante es cómo se percibe la realidad. Estos partidos se aprovechan de esta percepción distorsionada. Es un asunto casi más clínico que político».