El saqueo desconocido del Vaticano
Sucedió el 25 de agosto de 846, pero siempre se silenció. Ese día, una horda de piratas entraron en la basílica de Roma, la saquearon y profanaron sus tumbas. El historiador José Soto Chica, autor de «El águila y los cuervos», lo revela ahora en «Bajo el fuego y la sal»
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En la noche del 25 de agosto de 846 los sarcófagos de bronce de los apóstoles Pedro y Pablo fueron abiertos por piratas musulmanes que buscaban ansiosamente riquezas en su interior. Habían llegado a Roma procedentes de los puertos de al-Ándalus, África del Norte y Sicilia capitaneados por hombres audaces como Abu Massar al-Asturqi, un renegado asturiano que, de aventura en aventura, terminó convirtiéndose en jefe de mercenarios y, de facto, en el verdadero señor de Benevento. Las dos grandes basílicas vaticanas, la de San Pedro y la de San Pablo, fueron incendiadas y sus ingentes riquezas, acumuladas allí durante cinco siglos por emperadores romanos y reyes de toda Europa, embarcadas en las naves sarracenas fondeadas en el Tíber, a los pies del actual Puente de Sant Ángelo. Verdaderamente, el Vaticano quedó bajo el fuego y la sal. ¿Pero cómo fue posible? ¿Y por qué un acontecimiento tan tremendo apenas si es recordado?
Durante más de 800 años el Mediterráneo fue un mar romano. Esa hegemonía se mantuvo en pie hasta que, con la conquista árabe de Alejandría en 642, quedó abierto a las flotas califales. Si Constantinopla logró sostenerse fue gracias al «Fuego griego», terrible arma secreta cuya composición sigue siendo hoy día un misterio. En la segunda mitad del siglo VIII el califato se fragmentó en numerosos Estados a menudo enfrentados entre sí, pero eso no impidió que las flotas musulmanas continuaran batallando duramente con los bizantinos. Para el año 827 miles de exiliados muladíes y mozárabes expulsados de Córdoba por el Emir al-Hákam I arrebataron la isla de Creta al Imperio Romano de Oriente y fundaron allí un reino pirata que se sostuvo hasta 961.
A la par, los musulmanes conquistaron la mayor parte de Sicilia y se enrolaron como mercenarios al servicio de las ciudades italianas y crearon nuevas bases piráticas como Tarento. Mientras, desde los puertos del Emirato Cordobés, corsarios andalusíes azotaban con sus devastadoras incursiones las Baleares, Córcega, Cerdeña y las costas francesas e italianas. Para 846, con un Imperio Carolingio dividido y debilitado y con un Bizancio que luchaba por su supervivencia, la ciudad de Roma se ofrecía como un tentador botín que los aventureros del islam, los fieros piratas de al-Ándalus, Tahert y Sicilia no iban a dejar escapar. En la Urbe Eterna se reunían inmensas riquezas cuyo eco, exaltado de puerto en puerto, de zoco en zoco, crecía hasta hacerse leyenda. Una Roma tentadora, mágica y opulenta que se nos revela en las obras de autores musulmanes contemporáneos como Ibn Rustih o Ibn Khurradadhbih. En sus descripciones, Roma es una ciudad de maravillas sin fin gobernada por un poderoso mago: el Papa. ¿Qué pirata digno de ese nombre se resistiría ante el desafío de saquear una ciudad de prodigios y tesoros?
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Pero más allá de las hiperbólicas descripciones y del fatuo retumbar de la magia y la leyenda, la Roma de 846 era una ciudad que albergaba riquezas incontables. Entre los tesoros que se amontonaban en la espléndida Basílica de San Pedro que Constantino El Grande ordenara levantar sobre las ruinas de un templo de Apolo y reutilizando los materiales del Circo de Calígula se hallaban maravillas como el gran sarcófago de bronce de Chipre coronado por una cruz de oro, «tan alta y pesada como un hombre», en el que descansaban los restos del apóstol Pedro. Sobre tan magnífico sepulcro brillaban lámparas de oro que nunca se apagaban y a sus pies se hallaba la gran mesa de plata donada por Carlomagno cuya argéntea tabla estaba ilustrada con una representación de Constantinopla.
Además, por toda la gran basílica se podían ver objetos y presentes de oro y de plata cuajados de perlas y de piedras preciosas, así como lámparas y candelabros de plata, cálices de oro, relicarios de marfil, cortinajes de seda tachonada y bordada con oro y perlas, grandes puertas forradas con láminas de plata, suelos de reluciente mosaico y maravillas tales como las columnas salomónicas que Constantino había mandado traer desde el templo de Jerusalén para adornar el altar bajo el que estaba el sepulcro del Primero de los Papas y que todavía hoy pueden admirarse en la actual Basílica de San Pedro.
También San Pablo extramuros contenía innúmeras riquezas. Mandada construir por los emperadores hispanos Teodosio I y Honorio, era aún más grande que San Pedro y al igual que esta última y que San Lorenzo, la tercera basílica vaticana, no estaba protegida por las imponentes murallas de Roma. En fin, a los pies de tan magníficas y ricas basílicas, se erigían muchas pequeñas iglesias, monasterios, hospitales, etc. y las miserables casas del barrio de los extranjeros residentes en Roma.
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En 846 la Ciudad Eterna era una urbe regida por un hombre anciano y enfermo, pero implacable y astuto: Sergio II, quien, en su pugna por hacerse con el trono de San Pedro, había desatado sangrientas luchas callejeras y desafiado la autoridad del rey de Italia, Luis II, y del Sacro emperador Lotario I.
La Roma que gobernaba Sergio II no era ya la gigantesca ciudad de Trajano, con su más de 1.000.000 de habitantes, ni tampoco la del año 400, que todavía tenía unos 800.000, sino una urbe arruinada en la que vivían algo más de 50.000 personas. Era un lugar fascinante en el que las ruinas de edificios impresionantes, como las Termas de Caracalla, el Circo Máximo o el Foro de Trajano, se elevaban sobre míseras cabañas o se desmoronaban acosadas por las malezas que servían de pasto a rebaños de cabras y bueyes. Algunos de aquellos colosos de piedra, como el Coliseo, habían sido reutilizados, y en donde antaño se habían ofrecido fastuosos espectáculos de gladiadores, ahora había un cementerio y bajo sus gradas y arcadas se podía ver una suerte de «Centro comercial medieval» en el que se disponían los talleres y tiendas de herreros, orfebres, panaderos, bodegueros, etc. y todo ello presidido por una pequeña iglesia que recordaba a los mártires.
El primero de agosto de 846 el papa Sergio II tuvo noticia de que una gran flota de piratas andalusíes navegaba hacia Roma. Según le informaban, en las setenta y tres naves avistadas iban once mil guerreros y quinientos caballos. Peor aún, a tan nefastas nuevas se sumaron otras que informaban de que una segunda flota pirata, esta vez integrada por norteafricanos, había partido desde Palermo con rumbo a la Ciudad Eterna.
Milicias de ciudadanos
Desesperado, Sergio II pidió ayuda a todos los príncipes y ciudades de Italia. Muchas fueron las promesas cosechadas y ninguna la ayuda recibida. Así que el Papa contaba solamente con las huestes de sajones, francos, frisones y lombardos que estaban a su servicio y con las milicias de ciudadanos que le proporcionaban los habitantes de Roma. Esto es, unos siete mil hombres.
No pudieron parar a los piratas andalusíes y norteafricanos, que, dirigidos por capitanes diestros y audaces, saquearon los puertos de Roma: Porto y Ostia, y subieron por el Tíber hasta caer sobre el expuesto Vaticano. El Papa, apostado en el Castel Sant Ángelo, tuvo que contemplar cómo los musulmanes diezmaban a los bravos sajones, francos y frisones que defendían San Pedro y San Pablo, y cómo las grandes basílicas y con ellas todo el Vaticano eran saqueadas e incendiadas. Al cabo, llegó la ayuda que el Papa había suplicado y los ejércitos de Luis II y de Guido de Spoleto ahuyentaron a los piratas.
Pero la humillación para el papado y la Cristiandad había sido tan grande, se habían incluso profanado las tumbas de los apóstoles, que se prefirió cubrir lo acontecido con el manto de relatos contradictorios y fantásticos en los que los piratas andalusíes y africanos eran aniquilados por la ira de Dios o derrotados por los héroes cristianos. No fue así, y las inmensas riquezas del Vaticano partieron rumbo a al-Ándalus y los puertos norteafricanos. En suma, una historia olvidada y un relato de aventura sin igual pleno de conspiraciones, ambición y heroísmo.