Caballeros del aire en la Primera Guerra Mundial
En la soledad de sus cabinas, durante la Primera Guerra Mundial, los pioneros de la aviación militar inauguraron una nueva y temible forma de combatir
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Ya se llamaran Manfred von Richthofen –el Barón Rojo–, James McCudden, René Fonck, Billy Bishop, Roland Garros, Ernst Udet, Francesco Baracca, Godwin von Brumowski o Alexander Kazakov, más allá del cine y de la literatura, lejos del barro, de las ratas y de las penurias de las trincheras, la batalla de los caballeros del aire de la Primera Guerra Mundial tuvo sus propias miserias. «Nosotros los aviadores vivimos en un temible y espléndido aislamiento, del que no podemos pasarnos y que no deseamos evitar», escribió el piloto alemán Rudolf Stark en junio de 1918. «Exploro la inmensidad vacía, en la que solo soy una mota orgullosa e insignificante […]. Siento una increíble sensación de soledad. Mis compañeros y yo –escribía a casa otro piloto, esta vez británico– nos hallamos extraordinariamente alejados de nuestra mundana existencia, allá en la tierra, que ni tan siquiera podemos ver. Los tres somos como uno, aparentemente estacionarios, sin sensación de velocidad, simplemente situados en medio del vacío para siempre. Todo está quieto, no se oye el motor, los banderines del avión líder permanecen petrificados, los minutos se han detenido. No hay nada entre nosotros y la eternidad, ni espacio ni tiempo».
Al alba a todo gas
Aquello empezaba muy de madrugada, con un desayuno apresurado, la asignación de misiones y una carrera hacia donde se hallaban estacionados los aviones, rodeados de mecánicos que trataban de asegurarse de que aquellas endebles máquinas estuvieran listas para despegar. Luego, justo al alba, una corta carrera por la pista, motor a todo gas y tirar de la palanca para separar el aparato del suelo, y luego seguía el largo proceso de ascenso. A partir de entonces, el piloto se hallaba solo, sin nadie con quien hablar, encerrado con sus pensamientos en medio de las nubes y del infinito que lo rodeaba, dándole vueltas una y otra vez a lo que tenía en la cabeza, a menudo instrucciones y consejos de vuelo: ve siempre en zigzag, vigila tu retaguardia, mira hacia arriba, hacia los lados, mantén la posición relativa con respecto al avión del líder. Relajarse era peligroso pues, aunque a menudo las misiones transcurrían sin novedad, sin siquiera toparse con el enemigo, este podía aparecer de repente, descendiendo en picado con el sol a la espalda para dar una pasada rápida sobre la formación, disparando ametralladoras en busca de una víctima.
Entonces, el piloto novato, sorprendido, cometía el error de volar directamente hacia abajo para escapar, olvidando que esta maniobra solo puede efectuarse en línea recta, seguido por el atacante, que ya solo tenía que colocarse detrás y abrir fuego. Los aviadores más experimentados, por el contrario, iniciaban un ascenso, giraban y maniobraban, sometiéndose a las por entonces aún desconocidas fuerzas gravitacionales, «enfermedades de altura», que podían hacerles perder el conocimiento, y tensando al máximo las estructuras de sus aparatos, que podían romperse en cualquier momento y precipitarlos al vacío. Pero sus enemigos más habituales eran las nubes que tapaban el suelo, la lluvia que los empapaba en sus pequeños aparatos, el cansancio, el hartazgo y el alcohol, que los volvía imprudentes, y el viento, que podía llevárselos mucho más allá de la cicatriz de las trincheras, sobre territorio enemigo, donde resultara imposible regresar a casa antes de que se acabase el combustible, abocándolos a aterrizar y ser capturados.
Al final de la misión el hombre que tomaba tierra en el aeródromo no era el piloto que había partido al alba, sino un ser agarrotado por la tensión al que a veces había que ayudarle incluso a salir de la carlinga para dirigirse de vuelta a «casa», tanto si esta se trataba de un lujoso alojamiento como si era un cobertizo de circunstancias o una tienda de campaña. Entonces empezaba la larga tarea de quitarse de encima el estrés de la jornada y prepararse para la siguiente. Las salas de asueto solían ser lugares silenciosos en los que escribir una carta a casa, preparar las armas para el día siguiente o beber en silencio el alcohol que poco a poco podía incapacitar a un piloto sin que este se diera cuenta, dejándolo a merced del enemigo. Solo cuando la tensión de las jornadas más negras amenazaba con destruir la moral de la escuadrilla tenían lugar las francachelas más escandalosas. Entonces los aviadores cantaban a voz en grito, bebían desaforadamente y cometían todo tipo de tropelías, pero casi siempre se trataba de una válvula de escape y no de auténtica alegría, el fin era olvidar que tal vez al día siguiente sería alguno de ellos quien no regresara de las alturas, donde morían en soledad.