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Arte o muerte
Aburrimiento revolucionario
Porque en el silencio y la inactividad, quizá destapemos lo que nadie quiere que descubramos: que pensar por uno mismo es todavía más peligroso que protestar

En estos tiempos se legisla hasta el bostezo. Queremos productividad, adrenalina, conexión. El aburrimiento ha quedado relegado al cajón de los pecados sociales: como si perder el tiempo fuese un delito contra el PIB. Lo curioso es que, al expulsar el tedio de nuestras vidas, también hemos expulsado el pensamiento y, con frecuencia, la razón. El ciudadano modélico corre de reunión en reunión, produce informes, consume contenidos, mide sus pasos y sus horas de sueño, con un reloj. Un esclavo que sonríe mientras carga con sus propias cadenas. Cosas de la evolución. Los griegos lo sabían: el ocio —no el trabajo— era la cuna de la filosofía. La modernidad, en cambio, nos ha convencido de que el asueto solo vale si se mide quemando calorías o en “likes”. Llamaban “ocio” al tiempo libre, y de ahí nos llegó la palabra “escuela”: el espacio en el que podíamos producir, tranquilamente, liberados de la obligación.
Quizá por eso los gobiernos se sienten cómodos: nada más funcional que una ciudadanía entretenida, atareada, demasiado ocupada para preguntarse qué demonios hacen sus representantes reunidos en un salón. El poder sabe que un ciudadano aburrido puede convertirse en un ciudadano pensante. Y un ciudadano que piensa es siempre un ciudadano incómodo. Por eso nos llenan la agenda de urgencias fabricadas: series, trámites, notificaciones. Nos creemos soberanos porque elegimos en qué perdemos el tiempo, pero lo cierto es que rara vez lo decidimos de verdad. Quienes nos gobiernan viven de nuestra distracción. Reivindiquemos, pues, el derecho a aburrirse. No como lujo, sino como resistencia o mera necesidad. Porque en el silencio y la inactividad, quizá destapemos lo que nadie quiere que descubramos: que pensar por uno mismo es todavía más peligroso que protestar. Lo siguiente que llega tras el aburrimiento, es la libertad.
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