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Antoni Tàpies, centenario: ¿sigue siendo transgresor?

El gran pintor de la vanguardia abstracta fue una figura central del relato artístico pero muchos de los debates que sustentaban su obra han perdido virulencia: ¿cómo miramos hoy al genio?
El pintor catalán Antoni Tapies, en su taller de Barcelona
El pintor catalán Antoni Tapies, en su domicilio de Barcelona, tras ganar hoy la segunda edición del Premio Velázquez de las Artes Plásticas, convocado por el Ministerio de Educación y Cultura para distinguir toda la obra de un creador en el ámbito de las artes plásticas, en cualquiera de sus manifestaciones.Efe
La Razón
  • Pedro Alberto Cruz Sánchez

    Pedro Alberto Cruz Sánchez

Murcia Creada:

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Transcurridos 100 años de nacimiento de Antoni Tàpies (13 de diciembre de 1923, Barcelona) y 11 de su fallecimiento (8 de febrero de 2012), surge una inevitable interrogante: ¿de qué manera ha trascendido su obra en la historia del arte contemporáneo y cuál es su ascendencia en las prácticas artísticas actuales? Para la generación anterior a la mía –aquella conformada por los profesores y críticos con los que estudié–, Tàpies constituía la cifra de la modernidad artística española, el exponente máximo de eso que se podría designar como «vanguardia». Nadie mejor que él ejemplificaba la renovación estética que se fraguó a contrapelo del franquismo: su universo plástico constituía ese perímetro de «transgresión confortable» en el que maduró el imaginario de tantos profesionales del arte durante la fase media y tardía de la dictadura. Poco antes de su fallecimiento, el entonces director del Reina Sofía, Borja-Villel, lo eligió como uno de los diez artistas vivos más influyentes. Pero, tras una década sin él, y en el día en que se celebra el centenario de su nacimiento, la interrogación sobre su destino histórico se hace más necesaria que nunca: ¿continúa siendo Tàpies una presencia inevitable para los nuevos relatos del arte español?
La respuesta que precipitadamente y casi sin desbastar asalta es que, en términos generales, existe una falla considerable entre la generación de artistas de posguerra –incluido Tàpies– y las nuevas prácticas artísticas españolas. Podríase afirmar que el artista catalán funciona más como tradición que como modelo de transgresión para los nuevos nombres del arte. Lo mucho que hay de pintura en el panorama actual ya no remite a los paradigmas estéticos del informalismo, sino, antes bien, a la reelaboración –en ocasiones cansina– de los nuevos cánones generados por la posmodernidad. Tàpies queda muy atrás, convertido en un caso de estudio excepcional para esa «arqueología de la libertad» que se adentra en el horizonte perdido de la modernidad. Quizás, esta circunstancia no deba ser contemplada en términos negativos si nos atenemos a la propia voluntad del autor, que no era otra que formar parte, algún día, de la autoridad de la tradición. Para Tàpies, la tradición no tenía que ser interpretada en los términos de un pasado inmovilista al cual solo quedaba imitar; por el contrario, la idea de tradición se articulaba en la forma de una dialéctica de transformaciones que vehiculaban la continua evolución del arte. No es de extrañar, en este sentido, que uno de los grandes caballos de batalla que ocuparon a Tàpies en el último periodo de su trayectoria fuese la impugnación del naturalismo y la estrategia, por parte de este, de apoderarse del sentido de la tradición. En sus propias palabras, «resulta grotesco cómo los académicos de siempre siguen autodenominándose guardianes de la tradición».
Esta cruzada contra el realismo lo convirtió en protagonista destacado de la polémica que, en 1993, electrizó el tejido del arte español a resultas de la antológica que el MNCARS le dedicó a Antonio López. Para Tàpies, la abstracción determinaba un punto de no retorno que imposibilitaba el más mínimo coqueteo con la figuración. Y, claro está, este discurso que consagra la superioridad de los modos de expresión no-naturalistas resulta tan desfasado como, para los propios abstractos, lo era el lenguaje realista. El interés por mencionar esta guerra entre abstracción y realismo posee una clara intención: aportar otra explicación para el desvanecimiento de Tàpies como referente de las generaciones más jóvenes del arte español. La concepción unidireccional de la historia del arte que tenía el artista barcelonés era propia de un marco de pensamiento como el de la modernidad que ya hizo crisis en la década de 1960. Tras él, la posmodernidad devolvió a los lenguajes figurativos su carta de legitimidad y, en el actual contexto de lo contemporáneo, pocos son los artistas que se plantean una competición esencialista y agonística entre abstracción y figuración. Las nuevas generaciones transitan por ambos territorios con una naturalidad que exorciza viejas rencillas entre ambos bandos.

El año Tàpies llega cargado de actos conmemorativos

La Fundació Antoni Tàpies de Barcelona, que hoy celebra una jornada de puertas abiertas, presentó las primeras exposiciones con las que se conmemora todo un año dedicado al artista. La primera de ellas, «Tàpies. La huella del zen», con una quincena de piezas inéditas y nunca expuestas, nos muestra la influencia de las filosofías orientales, especialmente el budismo zen, en el pintor catalán, todo ello con comisariado de Núria Homs. La otra exposición, bajo el cuidado de Pep Vidal, es «A=A, B=B» es una evolución sobre la evolución del pensamiento científico. El punto de partida es «La nueva visión del mundo», un libro de 1954 que Tàpies conservaba en su mesita de noche desde su juventud. El libro recogía los diálogos sobre ciencia y filosofía que tuvieron lugar en los años 50 en la ciudad suiza de Sankt Gallen. El centenario tendrá numerosas actividades a lo largo del año como el concierto que hoy ofrecerán Raimon, Jordi Savall y Marina Harlop.
Ahora bien, no todo en el legado artístico de Tàpies se puede considerar como «out-of-date». Algunos de los rasgos nucleares de su obra todavía ofrecen alternativas válidas para las nuevas generaciones. Y para elucidar esta afirmación es necesario retrotraerse a 1953-1954, cuando, en Barcelona, y después de su interesante periodo magicista vinculado a Dau al Set, realizó sus primeros cuadros matéricos. Bajo el influjo de las fotografías de Brassaï, así como de autores como Dubuffet y Faurtrier, comenzó a mezclar los colores con tierra, polvo de mármol y cola. La idea de muro comenzó a adquirir una materialidad que recordaba a sus años de encierro durante la Guerra Civil, donde las paredes delimitaron el estrecho espacio en el que transcurría su existencia. El muro, en Tàpies, surge de una paradoja irresoluble y que procura una fructífera tensión: de un lado, lo mural funciona como añadidura de capas de tiempo y de vida; de otro, la orografía del muro surge de un proceso de lenta erosión –se escama, rasca, raya y estratifica–. Desde esta óptica, el muro es cubrición y desvelamiento, crecimiento y merma. ¿A dónde nos conduce esto?
A diferencia de la «action painting», lo que vemos en las obras de Tàpies no son las marcas de la acción, sino las huellas de la contemplación. De sobra es conocido el interés de este creador por la cultura extremooriental y, más específicamente, por el zen. En un modo análogo a la tercera vía ocultista elegida por numerosos artistas de vanguardia, Tàpies recaló en la filosofía oriental como un modo de resolver el conflicto vivido de pequeño entre un padre anticlerical y una madre ultracatólica. Lo contemplativo, en sus obras, es el fundamento de su arquitectura estética y discursiva. Como afirma la profesora de la Universidad de Málaga, Cintia Gutiérrez Reyes, las obras de Tàpies determinan «caminos de silencio que conducen a ningún sitio». Y, en este sentido, en un contexto como el actual –caracterizado por la palabrería extrema, el ruido desquiciante y la semántica perversa–, el «monumento al silencio» erigido por Tàpies durante casi seis décadas de producción se revela como una ínsula de meditación a la que hay que acudir inexorablemente. La dimensión espiritual que, en sus trabajos, alcanza el silencio retorna hoy con una fuerza revolucionaria y contracultural intacta y susceptible de ser reivindicada. Tàpies dotó a su pintura de una esencialidad que solo se explica por su voluntad de despojarla de todo. De la dialéctica del engrosamiento y la erosión solo quedan huellas –huellas de palabras, de lo dicho, que, en definitiva, dibujan el perfil del silencio–. Si, con «Ocean View» (2002), Marina Abramovic quiso ofrecer a los neoyorquinos un espacio para el reposo y el silencio que los sanase de los episodios traumáticos del 11-S, Tàpies, desde la primera mitad de la década de 1950, propuso un itinerario alternativo para la modernidad horrísona y productivista que, a día de hoy, permanece vigente. De ahí que, pese a lejanía con la que algunos de sus planteamientos pueden ser observados en la actualidad, su obra posea un «potencia de silencio» a reivindicar y seguir estudiando.
La mejor tradición es aquella de la que siempre se puede aprender; y el caso de Tàpies es, a este respecto, un paradigma de ella. Tras su fallecimiento, muchas fueron las voces que lanzaron señales de alerta sobre el estancamiento de los precios de las obras de Tàpies. Sin embargo, en 2014, el artista catalán rompió todos los récords de su obra al subastarse una pieza suya, en Christie’s, por 2,8 millones de euros. Es cierto que el nivel alcanzado por la puja sorprendió a propios y extraños y que, con posterioridad, no se han vuelto a alcanzar esta cifra. De hecho, en la valoración económica de la obra de Tàpies existe una poderosa y llamativa disimetría entre los trabajos pertenecientes a finales de los 50 y la década de los 60 y los realizados a partir de 1980: si los primeros muestran una cotización millonaria y con un perfil estable o ligeramente al alza, los segundos rara vez superan los 500.000 euros pero el interés se mantiene: nunca quedan sin venderse.