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El arte baoulé, o cómo la sociedad de consumo está extinguiendo una tradición centenaria

El turismo, el interés por la artesanía decorativa y el auge de un islam cada vez más ortodoxo hacen peligrar una tradición artística de casi tres siglos
Artesano baoulé.
Artesano baoulé.Alfonso MasoliverLa Razón
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La princesa Abla Poku pertenecía a la familia real del imperio asante en el siglo XVIII, en África Occidental. Pero la realeza no es garantía de nada. En cuanto un hermano codicioso asciende al trono y decide asesinar a todos los hijos de su padre para asegurarse que no tendrá competencia en el poder, la sangre real sirve como sentencia, como ocurrió con la princesa Abla Poku y sus hermanos. Abla Poku tuvo que huir para salvar la vida: acompañada de una comitiva de fieles, partió en busca de otro de sus hermanos fugitivos desde la actual Ghana hasta los territorios que hoy conforman el centro de Costa de Marfil, esperando encontrarse a salvo allí.
Fue durante esta huida cuando salió al paso de la comitiva el río Comoe, prácticamente intransitable por la furia de sus aguas y su ancho caudal. La princesa tuvo que consultar a un mago, reflexionar, tomar decisiones, y finalmente ofreció a su hijo en sacrificio al río, para que los árboles de la orilla se doblasen como de milagro y crearan una suerte de puente por donde cruzar y concluir la terrible aventura. Cuando cruzó a la otra orilla, Abla Poku se giró, miró hacia las aguas que se habían tragado a su hijo y exclamó: ¡Ba uli! Cuya traducción sería “¡el niño ha muerto!”. Y fue así como un puñado de fugitivos adoptaron un nuevo nombre, baoulé, una nueva historia fundacional entretejida con el sacrificio del niño y una nueva identidad diferenciada que todavía hoy se mantiene en los territorios del centro de Costa de Marfil.
De entre los dones que bendicen a los baoulé, uno de ellos destaca curiosamente por encima del resto. Se trata de su archiconocida maestría en la talla de la madera. Generalizando, si algunas etnias africanas destacan por su tradición ganadera (peul) o cazadora (hadza), los baoulé son señalados como, probablemente, los mejores artistas de la madera de África Occidental, si no lo son de todo el continente.
Máscaras femeninas para decorar el baile gba-gba, estatuillas que representen a los antepasados, espíritus vengativos y adornos funerarios. Objetos donde las manos secas del tallista transmutan lo divino en madera, la naturaleza viva la convierten en madera muerta, el recuerdo lo transforman en madera y la familia y los espíritus, lo que no se puede tocar, terminan convertidos en madera compacta. Es importante entender que el verdadero tallista baoulé (a sabiendas de que, evidentemente, no todos los baoulé trabajan la madera) no se limita a dar forma a una obra de arte sin ton ni son. Las máscaras de tipo Kplékplé, por ejemplo, siguen unos patrones estéticos con forma de disco en el lugar del rostro; también toman de prestados los símbolos de la comunidad mandé, como el culto de Goli, reinterpretándolo y convirtiéndolo en materia gracias a las famosas máscaras que tallan para sus bailes. Incluso las figuritas, dependiendo de lo que representen (ancestros, espíritus) deben cumplir unas medidas exactas. De la misma manera, un tallista de máscaras no podrá tallar a los espíritus, y viceversa.
Aquél que opine que África estaba desprovista de civilización hasta la llegada de la colonización, podría arriesgarse y conocer a fondo los entresijos del arte baoulé, convertido en una estricta disciplina que se transmite de padres a hijos con la severidad de lo importante. Así lo explica Siriki Diabate, escultor baoulé en la localidad de Bouaké y galardonado como el mejor escultor de la ciudad en 2013, que vive y desgasta sus manos con el mismo oficio que tuvieron su padre, su abuelo y su bisabuelo antes que él. Aunque esto no quita que un extraño pueda aventurarse a formar parte del valorado oficio, incluso uno que no pertenezca a la comunidad baoulé, incluso un blanco, pero para ello deberá cumplir con la tradición, como explica Siriki: “deberá sacrificar un animal para beneficio de la familia del tallista baoulé que le acepte como pupilo, deberá limpiar, trabajar mucho, aprender y escuchar lo que quiera decirle el maestro hasta que esté preparado”. Pueden pasar años hasta que el maestro le dé su beneplácito para convertirse en un tallista independiente.
Siriki se formó para hacer fetiches. Y hacer fetiches, esculturas místicas, explica, no es como tallar una escultura aleatoria de las que se fabrican en oleadas en el continente africano para vender a los turistas. Debe escoger la madera adecuada, escuchar a la familia que le haga el encargo para conocer las tradiciones que enmarcan a su divinidad familiar, y la tradición señala que Siriki sólo podrá tallar fetiches al resguardo del bosque sagrado. El bosque sagrado es su taller. “La mayoría de las figuras decorativas tardo en hacerlas uno o dos días, puede que tres. Pero los fetiches tengo que pensarlos bien, a veces dedico semanas a decidirme por la forma correcta”. Contesta que suele tardar unos tres meses en terminar un fetiche. El tiempo que tarda en tallarlo, y su esfuerzo, añadido a su valor espiritual en la soledad del bosque, vuelven este tipo de figuras profundamente valiosas. Donde una pieza turística de un dios o de un animal se vende por 10.000-30.000 francos CFA (15-45 euros), los fetiches “personalizados” para familias locales pueden alcanzar los 300.000 francos CFA (456 euros). O más.
Las primeras esculturas baoulé eran de madera oscura y de una intrincada belleza, marcadas con los símbolos de su civilización como si de símbolos matemáticos, inamovibles, enteros, se tratasen. No sería hasta la segunda mitad del siglo XX que las formas se simplificaron, igual que los peinados que daban a las figuras, mientras que los pigmentos naturales (oscuros, como sangre de la tierra) dieron paso a los tonos vivos que permiten las pinturas modernas y traídas del extranjero.
Entramos así en una nueva evolución del arte baoulé como consecuencia de la influencia externa. Esos colores que vinieron y la tendencia a simplificar los detalles han devenido en esto:
Siriki confirma, tallando a una mujer con los pechos abultados que venderá a los turistas, que “nuestra religión (musulmana) no entra en conflicto con los fetiches”. Reinterpreta la ley islámica al afirmar que ésta prohíbe representar físicamente a Alá, pero que nada dice de los dioses de terceros, mientras se excusa diciendo que el oficio de un hombre no debe suponer un impedimento religioso. Sin embargo, reconoce que “hay algunos jóvenes que últimamente critican el uso de los fetiches por considerarlo una blasfemia. Dicen que los fetiches son demonios y que los musulmanes que los guardan en sus casas no son verdaderos creyentes”. Siriki no está preocupado, pero tampoco está todo lo tranquilo que querría. La fuerte demanda de esculturas turísticas, sumada a la creciente actitud de rechazo que muestran algunos jóvenes contra la tradición animista de los baoulé, vuelve cada vez más complicado encontrar tiempo (o clientes) para dedicar sus habilidades a la talla de fetiches. Ahora gana más dinero, es cierto, tallando figuras cada dos días, porque “cada fetiche es diferente y es complicado hacerlos pero las esculturas decorativas son todas iguales, lo entiendes, y son más fáciles de hacer”.
No lo oculta: prefiere tallar figuras decorativas. Nos encontramos ante un naufragio cultural visto desde primera fila. Los fetiches (la cultura) exige una importante inversión de tiempo y de dinero que no siempre consigue los beneficios que se necesitan para vivir en Costa de Marfil en 2023, y obliga al artesano a desplazarse de aldea en aldea para ofrecer sus servicios a potenciales clientes. Hace tiempo que Siriki no trabaja en el bosque, “seis o siete meses”. Se limita a crear figuras idénticas en la zona de los tallistas de Bouaké, como un fabricante en serie, acompañado por artesanos de distintas etnias y mezclándose las técnicas de unos y de otros como resultado de su convivencia y la cháchara, hasta que un ojo experto podría ver las obras de Siriki y compararlas con las de un artista akan del puesto vecino, sin encontrar una diferencia entre las dos. La simplificación de los detalles que comenzó a darse en el siglo pasado se aproxima así a su punto álgido en Bouaké: a la desaparición de los detalles.
A la desaparición del arte de la madera baoulé como elemento único y diferenciador de su cultura, capaz de impresionar incluso a aquellos que cien años atrás tacharon de salvajes a los ancestros de Siriki. Al nacimiento de una paradoja cuando la civilización detallista de los baoulé se ve sepultada y desaparece de la mano de quienes les menospreciaron, como si lo civilizado fuera fundirse en un mar sin contornos fijos, llevándose a cabo un proceso inverso al desarrollo cultural que técnicamente se espera con el paso lógico del tiempo.
Lo que sucede con las esculturas baoulé no es exclusivo a ellos. Se aplica a todo África; a todo el mundo, incluso a la cerámica de Talavera de la Reina. La pérdida de las formas, el auge de lo pulido, ya fue tratado como el cáncer de la representación artística por el filósofo coreano Byung-Chul Han en su obra titulada La salvación de lo bello: “Lo pulido, lo pulcro, liso e impecable es la seña de la identidad actual […]. Más allá de su efecto estético, refleja un imperativo social general: encarna la actual sociedad positiva. Lo pulido e impecable no daña. Tampoco ofrece resistencia. Sonsaca los «me gusta». El objeto pulido anula lo que tiene de algo puesto enfrente”. Este declive también contagia al “arte” africano, transformado bruscamente en “artesanía” como consecuencia del turismo y del consumo desbordado y exento de raíces culturales fijadas.
Siriki Diabate, encajonado en su esquina marfileña, hipnotizado por algo tan comprensible como es el dinero, abandona a diario las tradiciones que hicieron únicos a sus antepasados para fundirse a propósito con sus compañeros del mercado artesanal de Bouaké. ¿Podemos ahora hablar de una cuenta atrás hasta el fin de la tradición de los tallistas baoulé? ¿Y quién es el responsable ahora?