África

Museo del Prado

Los perdedores de la historia

La Fundación Mapfre inaugura mañana «El canto del cisne», la primera muestra dedicada a los artistas que rivalizaron con el impresionismo: los pintores académicos franceses de la segunda mitad del siglo XIX

«¡La doncella!», un óleo de Frank Craig. El juego de lanzas evoca «La batalla de San Romano», de Paolo Ucello
«¡La doncella!», un óleo de Frank Craig. El juego de lanzas evoca «La batalla de San Romano», de Paolo Ucellolarazon

J. Ors.- La Fundación Mapfre inaugura mañana «El canto del cisne», la primera muestra dedicada a los artistas que rivalizaron con el impresionismo: los pintores académicos franceses de la segunda mitad del siglo XIX

Nada resulta tan caduco y pasajero como la moda. Aquellos pintores, que hoy nadie se molesta en mirar, eran los modernos de su época. Los artistas predestinados a adaptar la tradición pictórica a los gustos de un siglo acelerado, cambiante, repleto de revoluciones mecánicas, tecnológicas, económicas y sociales. Querían amoldar la lecciones de Rafael Sanzio a su mundo –y las de Rubens y otros grandes maestros– sin reparar que el tiempo había pasado, que había irrumpido una nueva estética, que el perfeccionismo y los principios que regían su lenguaje pictórico quedaban paulatinamente obsoletos.

No existe mayor tiranía que la del calendario. Los hombres de la Edad Media lo sabían, y lo cantaron, pero los pintores franceses de la segunda mitad del siglo XIX lo habían olvidado. Ellos creían en un ideal de perfección, en una belleza eterna y perdurable, que, sin embargo, con cada lienzo, se les iba quedando vieja, huera, artificial. Sobrevenía una civilización distinta que amaba lo intuitivo, donde lo fragmentario y lo inacabado encajaban mejor con la sensibilidad naciente de los nuevos ciudadanos que el cuadro rotundo, acabado, rematado, atendiendo a cada uno de los requisitos impuestos por las academias, bajo el techo confortable del estudio. Ninguno de ellos previó que aquella hornada de jóvenes desairados, a los que nadie parecía prestar excesiva atención, que abandonaron para siempre los salones de París y se marcharon al campo, los muelles, las plazas y los bulevares para trabajar al aire libre, traían una manera diferente de abordar el cuerpo, la luz, el color. Eran los impresionistas y terminarían ganándoles el pulso definitivo de la historia.

La tragedia de estos creadores, relegados a un segundo plano por el público, es la tragedia de las generaciones incapaces de desprenderse de los modelos y fórmulas heredadas para cimentar unas bases nuevas que les abriera las puertas del futuro. Creían que la vigencia consistía en satisfacer la demanda estéril y urgente del momento, atender a las reclamaciones del comprador inmediato y carente de una visión anticipadora. Y se equivocaron. La Fundación Mapfre dedica ahora a estos perdedores la muestra «El canto del cisne. Pinturas académicas del salón de París. Colecciones Musée D’Orsay». Es la primera vez en el mundo que una sala dedica una trospectiva a estos creadores, los adversarios de los impresionistas. Y es una oportunidad para observar los intentos que desarrollaron para prolongar el reinado de los postulados antiguos. No pudieron predecir que ese arte estaba agotado y continuaron conformándose con el aplauso del común. El recorrido de la exhibición enseña cómo se enfrentaron el desnudo, la pintura mitológica, el paisaje, los motivos históricos, el retrato burgués y los temas religiosos.

La luz del desierto

Las décadas posteriores han depositado en la superficie de estas obras demasiados prejuicios que, ahora, nos impiden valorar con ecuanimidad y justicia lo que representó aquella corriente. Estos creadores fueron los primeros que revisaron los episodios de la Biblia y los reajustaron para venderlos a personas privadas y no a iglesias, capillas o catedrales. Un hecho que alude a un tipo de sociedad abierta al comercio de las obras de arte, de un capital en poder de unas familias que estaban dispuestas a adquirir arte. En esa tendencia hay que enmarcar el auge de la pintura orientalista, la que procede del descubrimiento de los paisajes de las colonias del norte de África y que disfrutó de un enorme éxito. A pesar de que estos artistas arrastran el membrete de académicos, todos ellos respondían a las inquietudes y desesperaciones de aquellos años. Comulgaban con los desasosiegos y preocupaciones habituales de una nación que avanzaba muy rápido y era incapaz de digerir los cambios. El descubrimiento del desierto se convirtió entonces en una metáfora afortunada. Un lugar desprovisto de las opresiones corrientes que predominaban en aquel entorno urbano en el que se desenvolvían, en un territorio misterioso, violento, salvaje; un espacio impredecible, cruel, pero marcado por la libertad. Por esa razón, reflejaron la luz del Sáhara, sus gentes, sus caravanas y sus harenes. Era una nueva mitología.

Coincidió en esos años la construcción de nuevos espacios arquitectónicos en París que reclamaban pinturas para sus paredes. El estado comenzó a comprar lienzos y la crítica desarrollaba un poder que, desde entonces, no ha decaído. Era un mundo moderno, sujeto a transformaciones, a la presión de la oferta y la demanda. Ellos estaban ahí. Los artistas ensayaban el desnudo a partir de relatos mitológicos y religiosos, como la muerte de Abel, Susana y los viejos, el nacimiento de Venus, Jasón y los argonautas. Acudían a otros motivos recurrentes, como mujeres desnudas en la naturaleza, para aludir a ese paraíso perdido, que acabó siendo la utopía incalcanzable en esa sociedad industrial. Exaltaban la historia común en grandes telas que recordaban episodios de la historia y que exaltaban valores patrióticos. Y en casi todas esas composiciones y trabajos incluían referencias a los artistas que respetaban , como Miguel Ángel –en todos estos pintores permanece hasta el final una evidente obsesión por reflejar el cuerpo con una escrupulosa fidelidad, incluso en sus imperfecciones–, Rivera, Rafael...

En un instante de esa deriva, sin embargo, entró el poso de un veneno que acabaría por convertir esa pintura-pintura en algo sin sentido. Ingres introdujo el realismo. Un concepto que evolucionaría de manera imparable. Al final, todo ese abedecedario de posiciones corporales carecía de lógica. La pefección se había quedado antigua.

- Dónde: Fundación Mapfre de Madrid (Paseo de Recoletos, 23).

- Cuándo: A partir de mañana.

- Cuánto: Gratis.