
Sección patrocinada por 

Entrevista
El Prado como nunca lo habíamos visto: a través del cerebro
Fernando Giráldez explica en «Un neurocientífico en el Museo del Prado» (Paidós) cómo los maestros de la pintura revelaron los secretos de nuestro cerebro

Leyendo al catedrático de Fisiología Fernando Giráldez (Buenos Aires, 1952), uno tiene la oportunidad de contemplar las pinturas más importantes del Museo del Prado de manera diferente a cualquier otra visita que hayamos hecho a la gran pinacoteca española. Gracias a «Un neurocientífico en el Museo del Prado» somos conscientes del virtuoso engaño que estos pintores –él los llama «ilusionistas»– obraron sobre nosotros, sobre nuestra percepción; digamos que Giráldez nos desvela los trucos de los magos, las recetas de los chefs; cómo estos artistas –o «neurocientíficos intuitivos»– lograron dos imposibles: representar el espacio y la vitalidad sobre un lienzo plano y estático. Ahora bien, advertirles que no lo traten de hacer en casa.
Tenemos tantas preguntas..., pero para empezar de alguna manera le pedimos a este neurocientífico que nos dé una primera pincelada sobre si acaso es el de la vista el sentido más mentiroso, o a través del cual el cerebro más nos engaña: «Todos los sentidos engañan y son engañables –aclara Giráldez–. Todas nuestras sensaciones son reconstrucciones internas del mundo exterior: no tienen una fiabilidad perfecta, son aproximaciones a la realidad. Esto es la caverna de Platón. Ahora, como tenemos un cerebro visual, gran parte de nuestra interacción con el mundo depende de nuestro sistema visual; entonces, la capacidad de engañar a través de la vista es mayor».
La incredulidad
Al hilo, en el libro, su autor se refiere en varias ocasiones a «la suspensión de la incredulidad», un elemento necesario para que hagan efecto estos «trucos» pictóricos. ¿Debemos poner nosotros de nuestra parte, entrar conscientemente a ese juego, dejarnos seducir para ser engañados por el artista? «Claro –replica rotundo el catedrático–, hay que exponerse a la pintura, a lo que aquello es. Y ver qué se ve, y si te das cuenta de que son personas dices ‘‘¡caramba, y cómo puedo ver yo personas si esto es una tabla plana!’’».
Pero creo que esta faena tiene más pases y le insisto: ¿cuánto tiempo deberíamos contemplar, por ejemplo, «Las meninas» para que nuestra «experiencia estética sea completa»? Y ahora Giráldez sí entra al trapo, quizá persuadido por el arte de birlibirloque: «Hay múltiples maneras de acercarse –asegura–; yo creo que una cosa interesante, que quiero dejar caer en el libro, es que resulta importante mirar la obra y deshacerse de los prejuicios sobre la misma: por ejemplo, si observas ‘‘Las meninas’’ olvídate de entrada que son ‘‘Las meninas’’ y de que te tiene que gustar. Trata de ponerte delante y ver lo que hay allí: si hay una habitación, de lo convincente que es aquello. Yo diría que, al primer impacto –continúa el autor–, con un segundo te sirve para quedarte epatado: te tapan los ojos y te ponen delante de ‘‘La Trinidad’’ de El Greco o de ‘‘La Gloria’’ de Tiziano y dices: ‘‘Qué he visto, qué ha sido esto, qué ha pasado aquí’’. Además, luego puede que te preguntes por la historia del cuadro y te interese la técnica..., y sigues preguntando, y esto te puede llevar toda la vida». Precisamente, en ese segundo de la primera mirada al que se refiere Giráldez está encuadrada –nunca mejor dicho– la categorización, que, según leemos en este ensayo, es «una operación inconsciente, rápida y esencial que se produce al contemplar una obra figurativa, busca saber qué es lo que miramos».
Y la pregunta aquí es si esta categorización también opera en la pintura moderna o contemporánea. «Ahí es interesante porque la categorización en el caso del Bosco funciona como una atracción fatal –contesta el neurocientífico–: ahí existen tantos elementos que tú debes ir identificando lo que hay. Si al ver ver tantos cientos de objetos que hasta te es imposible retirar la mirada para saber qué demonios hay tú no le das nada, ningún objeto, como el arte abstracto, y lo que das son insinuaciones, ahí toda esa maquinaria que es espontánea se convierte en un ‘‘qué es esto’’ y ‘‘aquí no tengo nada que hacer’’. Entonces empiezas a tirar de ideas que tienes en la cabeza y ahí entra ya la subjetividad elevada al cubo: a cada uno se le ocurre una cosa, por lo que es todo más polisémico».
Si un escritor –pongamos por caso Javier Marías, a quien Giráldez y yo admiramos– elige una manera de utilizar la gramática y el léxico para crear su mundo estético, también el pintor selecciona los elementos que más le interesan de esa «gramática perceptual» para crear su propio lenguaje. Dicho esto, cabe interrogar al autor por si el estilo de un pintor se compone acaso en buena medida de la restricción de ciertas técnicas o claves monoculares –del chiaroscuro al sfumato pasando por la perspectiva aérea–. «Entre todas las maneras posibles que el cerebro tiene de computar posibilidades y que el artista tiene de pintar, lo que ves es que para representar la realidad como ellos quieren lo que hacen es restringir su paleta de colores y sus técnicas de tal modo que su combinación de las distintas maneras de representar es la que les da a ellos su marchamo, su gesto. La idea es que todo gesto artístico significa renunciar a unas herramientas y utilizar otras de una manera específica».
Nos preguntamos entonces si para aplicar estas técnicas desarrolladas a lo largo de los siglos los pintores han de estudiarlas y conocerlas a fondo, o si acaso hay un componente importante de inspiración, de improvisación, como aquel que toca la guitarra con mucho duende pero sin saber siquiera cuál es cada acorde. Una idea sobre la que Fernando Giráldez es tajante: «Resulta indispensable conocerlas –afirma el autor–. Todos estos maestros habían picado piedra hasta dejarse las pestañas. Ellos estudiaron con maestros, conocían perfectamente bien todas las técnicas, iban modificándolas poco a poco, se miraban y estudiaban unos a otros. Es como tocar una sonata de Bethoveen: ahí no hay improvisación posible. Sí, alguien puede coger el piano y tocar y que le salga una cosa bonita, pero para lo otro hay que haber picado mucha piedra –insiste–. La idea del creador moderno, al que echan de la Escuela de Bellas Artes y se pone a pintar en la calle, está bien para ciertas cosas, pero si uno quiere pintar una ‘‘Asunción’’ de Murillo o un ‘‘Dos de mayo’’ de Goya, así jamás lo conseguirá».
El Messi del pincel
Buscamos nombres propios. Al referirse el escritor a estos grandes pintores o ilusionistas como «neurocientíficos intuitivos» que buscaron conocer el cerebro o el alma humana, es pertinente inquirir por quién de ellos fue el que más y mejor aplicó la neurociencia a la pintura de manera consciente. Si le preguntamos al catedrático de Fisiología nos dirá sin dudardo que Leonardo da Vinci porque «fue el que más conscientemente trabajó sobre la relación entre la pintura, la física y la percepción. Los pintores ha sido estudiosos, pero no tratadistas. En cambio, el tratado de pintura de Leonardo da Vinci sorprende realmente, es imponente».
Y siendo Giráldez argentino de origen, le planteamos que nos diga quién fue el Messi o el Maradona de la pintura; es decir, el que más y mejor nos regateó, amagó y fintó con su pincel para engañar a nuestro cerebro; ¿quién tiró las mejores bicicletas sobre el lienzo? «Es muy difícil... –se lo piensa el neurocientífico–. Se habla de Velázquez con sus ‘‘Meninas’’ como el engaño total. Sí, yo creo que los que mejor consiguen la ilusión de realidad –ese mimetismo con la realidad, no con los objetos– son Velázquez y Rembrandt: los dos atrapan la realidad más total, esta impresión de espacio, de movimiento, de gente... ¡de vida!». Vale, entonces quedamos en que estamos ante Lionel Velázquez y Diego Armando Rembrandt.
Al cerrar nuestra conversación me queda una última duda por despejar, y es, por conjugar sus dos disciplinas, si le ha aportado más la pintura a la neurociencia o la neurociencia a la pintura. «Yo creo que a estas alturas ha aportado más la pintura a las neurociencia que al revés. La pintura ha sido una inspiración para la neurociencia», dice. Y prueba de ello es este libro.
«Las meninas» y la perspectiva aérea de Velázquez
Se refiere Fernando Giráldez en el libro a «Las meninas» como «el cuadro de los cuadros». Sostiene el autor que cuando se piensa en la perspectiva aérea –técnica por la cual «la densidad del aire se hace mayor con la distancia y los objetos lejanos parecen más borrosos y menos claros que los que están cerca»–, el primer nombre que viene a la cabeza es el de Velázquez. «En ‘‘Las meninas’’ emplea muchos y varios recursos de representación espacial con una delicadeza y naturalidad extraordinarias». Observa que las relaciones tamaño-distancia se marcan con el personaje de José Nieto (que al fondo asoma). Unas relaciones «que no se respetan para los reyes que se reflejan en el espejo». Aun así, «logra inmediatamente la suspensión de la incredulidad: vemos una habitación. Magia».
✕
Accede a tu cuenta para comentar