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Aviones de madera sin radio ni paracaídas

Ni arrojaron bombas ni se vieron obligados a aniquilar al enemigo, sino que fueron los pioneros de la aviación civil. A ellos dedica Antonio Iturbe «A cielo abierto»que sitúa el foco en Jean Mermoz, Henri Guillaumet y Saint-Exupéry, fundadores de las actuales líneas comerciales tal y como hoy las conocemos.

Aviones de madera sin radio ni paracaídas
Aviones de madera sin radio ni paracaídaslarazon

Ni arrojaron bombas ni se vieron obligados a aniquilar al enemigo, sino que fueron los pioneros de la aviación civil. A ellos dedica Antonio Iturbe «A cielo abierto»que sitúa el foco en Jean Mermoz, Henri Guillaumet y Saint-Exupéry, fundadores de las actuales líneas comerciales tal y como hoy las conocemos.

Fueron los «hijos» de Lindbergh, del Barón Rojo, de los hermanos Wright y de tantos hombres y mujeres que surcaron los cielos por primera vez. Pero su legado no consistió en bombardear pueblos o destruir al enemigo sino que una madre tuviera noticias de su hijo, o que una carta de amor llegara a tiempo. Fueron los pioneros de la aviación civil, y los fundadores de las actuales líneas comerciales, tal y como hoy las conocemos. Jean Mermoz –héroe tanto en Argentina como en Brasil así como en su Francia natal, donde muchas escuelas, colegios y liceos llevan su nombre–, Henri Guillaumet –apodado el Ángel de la Cordillera, y perdido junto a Saint-Exupéry en el desierto de Libia en 1935–, y el autor de «El Principito», son los tres protagonistas de la última novela de Antonio Iturte, A cielo abierto (Seix Barral), que se ha alzado con el premio Biblioteca Breve. En ella, se nos narra la épica de aquellos pioneros de la aviación civil francesa durante los años 20... aunque la historia de surcar los cielos comenzara mucho tiempo antes.

Entre los globos aerostáticos y el avión de los famosos Orville y Wilbur Wright (1903) hay un siglo de investigaciones tenaces, de arriesgados experimentos y de constante trabajo para vencer los obstáculos que impedían hacer volar un objeto más pesado que el aire, darle fuerza propia y dirigirlo. Tras este prodigioso desarrollo no hay magia sino una laboriosa epopeya de conquista del espacio aéreo en la que se funden los esfuerzos de temerarios aviadores, geniales científicos y mecánicos, mezclada con las vidas de numerosos mártires que sucumbieron en aras de retar a la gravedad con sus alas, en beneficio del progreso.

Mientras en Estados Unidos triunfaban los hermanos Wright, en el Viejo Continente no pocos pioneros aéreos trabajaban con tenacidad. En Rusia, Nicolás Joukovsky, «el padre de la aviación», creaba un instituto de aerodinámica y enseñaba mecánica. En Italia, Arturo Crocco y Riccaldoni construían hidroplanos para estudiar la hélice, y en Alemania, Karl Jatho efectuaba, en 1903, saltos de 20 y 60 metros, con un aparato accionado por un motor de gasolina, que al no poder mantenerse en el aire no constituyeron propiamente vuelos. Pero iba a ser Francia el país europeo en el que la aviación daría sus más tempranos frutos: «Como una mera extensión de las carreras automovilísticas, donde el piloto conducía un aparato volador, buscando elevarse más lejos, más rápido y más alto», explica Eduardo Caamaño, autor de Manfred von Richthofen, El Barón Rojo (Almuzara). El 25 de mayo de 1905 el capitán Ferdinand Ferber se convierte en el primer europeo en pilotar un aeroplano provisto de un motor de explosión, un biplano equipado con un Peugeot 12 C. V. Por la misma época se empieza a hablar de los hermanos Voisin, quienes tras experimentar con numerosos planeadores sobre las aguas del Sena inauguran la primera fábrica de construcción aerodinámica del mundo. No sería hasta 1905 cuando se fundara la Federación Aeronáutica Internacional (F. A. I.), autoridad reconocida mundialmente para establecer los reglamentos de los records y su homologación. Estaba lejos el momento en que Juan de la Cierva diera a conocer su eficaz autogiro, prematuro ensayo que constituiría un hito decisivo en tanto que demostró la factibilidad del despegue vertical.

El primer vuelo a través del Canal de la Mancha en 1909 gracias al monoplano pilotado por Louis Blériot, el primer vuelo comercial en enero de 1914 que cruzó la bahía de Tampa, las proezas de «El barón rojo» durante la I Guerra Mundial, las aeronaves que empezaron a usarse a gran escala, el nacimiento de la primer compañía aérea en 1920 –KLM– con vuelos regulares entre Londres y Ámsterdam, el primer planeo desde España a América en el Plus Ultra pilotado por el comandante Ramón Franco, el vuelo trasatlántico en solitario completado por Lindbergh a bordo de su famoso Espíritu de San Luis... Todo esto contribuyó a estimular nuevas hazañas así como al advenimiento de nuevos pioneros del aire. Por primera vez en la Historia un argumento científico civil se anticipó a cualquier acción militar. Antonio Iturbe, sabedor de ello, nos narra la historia de tres pilotos concretos que, cinco años después de finalizada la primera Gran Guerra, se subían a aviones precarios, en madera y tela con una estructura de tubos metálicos huecos. Frágiles como gorriones que en tierra podrían derribarse con una sola mano. En sus comienzos no llevaban radio ni paracaídas, funcionaban con un solo motor y llevaban las cabinas descubiertas... ¡Como ir en bicicleta a 2.000 metros!

La narración de aquellos pioneros de aviación civil que retrata el ganador del Biblioteca Breve en su novela «A cielo abierto» arranca en 1923, cinco años después de finalizada la primera Gran Contienda. «El director de vuelo de la línea es un veterano de la IGM, pero ellos pertenecen a una generación demasiado joven para haber combatido. Los tres pilotos que protagonizan su historia: Saint-Exupéry, Jean Mermoz y Henri Guillaumet, hicieron el servicio militar en Aviación y ahí obtuvieron su primer brevet de piloto», sintetiza Iturbe. Pero no tenían espíritu militar y ninguno se reenganchó al acabar el servicio (cuatro años para los voluntarios). En cambio se pasaron a la aviación civil para convertirse en pilotos postales, carteros del aire. Llevan las sacas de correspondencia entre Francia y Senegal a lo largo de la línea que sobrevolaba Marruecos. Posteriormente, transportaron el correo que llegaba en barco de Europa por diversas líneas de Suramérica y, finalmente, Mermoz fijó la primera línea de correo aéreo estable entre Europa y Suramérica con un trazo a través del Atlántico. Saint-Exupéry, en Argentina, en 1929, terminó siendo nombrado director de una aerolínea postal en ese país. Asumió un cargo como director de vuelo de la Aeroposta –la rama sudamericana de la Aeropostale creada en Francia– en la que, no sólo se ocupó de transportar el correo sino también de habilitar zonas para el aterrizaje y controlar que todos los aeródromos tuvieran su jefe de aeroplaza así como un correcto mantenimiento. Un trabajo ingente en una zona tan agreste como La Patagonia, de la que se hará cargo de manera personal.

La grandeza de estos hombres reside, precisamente, en que colgaron los galones militares y trabajaron para una aviación civil que estaba al servicio de los ciudadanos. La línea de correo aéreo postal que ellos apuntalaron con su titánico esfuerzo y poniendo en riesgo sus vidas (Mermoz murió llevando el correo hacia América) fue la base sobre la que después se montó la estructura de la aviación civil de transporte de viajeros tal como la conocemos hoy. Su compañía, la Aeropostale, fue absorbida en 1933 junto a otras pequeñas compañías privadas por el gobierno francés y de ese conglomerado se creó una estatal que se bautizó como Air France.

Impulso tecnológico

La industria militar da un impulso tecnológico a la aviación, pero no olvidemos que fue primero, y más importante, su vertiente civil porque los «señores de la guerra» no confiaron demasiado en los inicios, en este nuevo sistema de transporte. Es su uso civil el realmente emocionante. Cobraban sueldos ridículos con jornadas extenuantes y un riesgo tremendo para sus vidas, pero seguían porque creían en su misión. No la misión de bombardear, sino la de que una madre tuviera noticias de un hijo o que un acuerdo comercial pudiera fructificar con el contrato que viajaba en las sacas del correo. «Ellos combatían en una guerra, pero era una batalla contra los elementos, las limitaciones tecnológicas y las fuerzas de la naturaleza para que la gente estuviera conectada en tiempos en los que el teléfono era precario y sólo la correspondencia mantenía cosido el hilo de las vidas. Era una guerra noble», resume Iturbe. Por si lo anteriormente dicho fuera poco, como el correo tenía una periodicidad semanal y a menudo suplían los turnos de compañeros enfermos o accidentados, estaban volando constantemente. Sus vidas fueron un movimiento continuo.

Al estallar la II Guerra Mundial, Saint-Exupéry, como el célebre escritor que era, es requerido para la sección de propaganda. Pero él se niega. Quiere ir al frente. Nadie lo entiende pero les explica a los políticos que no puede pedir a la gente que ponga en riesgo su vida por Francia mientras él está en un despacho. Así, pese a su edad (más de 40 años) y los partes médicos en contra, consigue ir al frente. Pero como la guerra le parece un fracaso de la Humanidad, solicita ingresar en un ala de reconocimiento aéreo fotográfico porque no quiere disparar la ametralladora ni soltar bombas contra desconocidos... Y sale a volar contra el III Reich en un avión armado con una cámara de fotos.

El cielo también tuvo nombre de mujer

Todos soportaron innumerables accidentes de los que, a veces, salían ilesos, aunque casi todos perdieron la vida volando. Cuando se libraban de la parca solía ser gracias al poco peso de los biplanos. Cuando los motores se paraban podían planear durante bastante tiempo para poder visualizar una zona despejada sobre la que aterrizar: en un campo, una playa, el desierto...

Era peligroso, pero podían hacerlo. Lo hacían, de hecho. Amelia Earhart en su primer viaje atravesando el océano, aterrizó en Irlanda ¡en un prado de ovejas! Ya que la hemos mencionado, es preciso recordar que los inicios de la aeronáutica también están escritos con nombre de mujer. Las mujeres piloto se fueron incorporando a la aviación profesional a partir de los años 30. En el libro «Por el placer de hacerlo» (Macadán) Earhart explica que en 1931, en EE UU, eran 12 las mujeres con licencia de piloto comercial. Beryl Markham fue otra pionera de los años 30 (es la que aparece fugazmente en Memorias de África, cuando lleva a volar a Finch Hatton –Robert Redford). Tiene un libro precioso, «Al Oeste con la noche» (Libros del Asteroide), donde narra sus vivencias en el continente africano y algunas de sus aventuras como piloto. De igual modo, la Editorial Blume publicó hace pocos años «Ellas conquistaron el cielo» en el que nos narra la historia de las cien mujeres que escribieron la historia de la aviación.