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«Dumbo», volar ya es lo de menos

La reinterpretación en acción real del clásico animado a cargo de Tim Burton da más protagonismo a los personajes no animales, sustituye al ratón Timothy por dos niños y acentúa el mensaje animalista.
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La reinterpretación en acción real del clásico animado a cargo de Tim Burton da más protagonismo a los personajes no animales, sustituye al ratón Timothy por dos niños y acentúa el mensaje animalista.
Es una estrategia de puro TNT emocional. Tan calculada como peligrosa. Y por ahora Disney ha logrado que no le estalle en las manos. Los «remakes» en acción real de sus clásicos animados de toda la vida (ya se estrenaron, entre otros, «Cenicienta» y «La bella y la bestia») se han solventado por ahora con un saldo positivo en taquilla, sin estridencias, y con críticas que vienen siendo desiguales. Son cintas tan connotadas, tan ancladas en la memoria colectiva de varias generaciones, que no siempre encuentran complicidad entre quienes bebieron de los clásicos. Disney busca afianzar un público nuevo y joven al tiempo en que intenta no desencantar a los niños que hoy son ya septuagenarios, cincuentones o hasta treintañeros. Quizás con ninguno de sus buques insignias como con «Dumbo», el desafío era, es, más arriesgado. Pero ahí estaba Tim Burton para recoger el testigo.
El director de «Eduardo Manostijeras» y «Alicias en el país de las maravillas» (primer «remake» de Disney, en 2010) siempre se vio a sí mismo, desde pequeño, como un oscuro integrante de una «troupe» circense. «La idea de escapar para unirme a un circo siempre la he tenido. Nunca me gustó el circo con animales en cautividad, esos inquietantes números que desafían a la muerte y, que no se me olvide: ¡los payasos! Pero sí que comprendía el concepto y me identificada con una extraña familia de marginados que no encajan en la sociedad, personas que reciben un trato diferente. De eso trata ''Dumbo''». Y de hecho, el bebé de paquidermo es el marginado entre los marginados, el hazmerreír de la función. No podía ser otro que Burton quien metiera mano al clásico entre los clásicos, a casi 80 años del estreno de la versión animada.
Ahora bien, ni todo es igual que entonces ni todo es radicalmente distinto. Quien vaya buscando una traslación en «carne y hueso» del anterior filme saldrá tan desencantado como quien espere que Burton se haya adueñado de la historia a su completo capricho para hacer algo netamente distinto al original. La base ha sido innegociable: «La idea de un elefante volador es una historia muy sencilla, creo que por eso es popular y ha llegado al corazón de tantas personas, porque es básica y primitiva –explica Burton–. Esta era una oportunidad para contar la historia en un marco que la ampliase, pero sin rehacer el original. Me gustó el enfoque (del guionista Ehren Kruger). Tenía simplicidad emocional y no interfería con la línea básica de la cinta original».
Dos niños al rescate
Uno de los cambios más significativos de esta nueva versión es el punto de vista: Dumbo ya no es el eje y los ojos de la acción, sino el stélite alrededor del cual orbitan los personajes. No hablamos ya de una dicotomía animales-humanos, sino de la convivencia de ambos con igual peso protagónico. Así, los animales dejan de hablar en el «Dumbo» de Tim Burton y el célebre ratón Timothy, que actuaba de consejero y mentor de Dumbo, queda relevado por dos niños, infantes, sobre todo la niña, de trazas puramente burtianas. Ellos enseñarán al elefante a lanzarse al vacío sosteniendo una pluma y a volar. Los humanos no son ya el enemigo en una cinta que a veces busca la reconciliación animalista en un mundo tan controvertido en la actualidad como el del circo. Solo algunos hombres, especialmente el dueño del complejo Dreamland interpretado por Michael Keaton, un villano que en su despotismo y carencias afectivas recuerda al Willy Wonka más oscuro de «Charlie y la fábrica de chocolate».
Contra los manejos de ese mundo mercantilizado al que llega Dumbo y toda la «troupe» del decadente circo Medici, tendrán que revelarse los «buenos» de la película para propiciar, además, el reencuentro entre el bebé paquidermo y su madre Jumbo. Y es que la relación materno-filial sigue siendo la base de la película, hasta el punto de que el filme de Burton duplica esta trama, haciendo que los dos niños que velan por el elefante sean a su vez huérfanos de madre.
Lógicamente, la recreación del personaje de Dumbo era capital para que el «remake» llegara a buen puerto. «La imagen de Dumbo es icónica en todo el mundo –mantiene el productor Derek Frey–. La gente reconoce al instante al bebé elefante con orejas grandes. Es posible que no recuerden todos los momentos de la historia, pero sí los más tiernos, así como ciertas realidades del mundo que no esperaban ver en una película animada. Es el tipo de historia que forma parte de tu alma de niño». ¿Cómo actualizarlo sin pervertirlo? Lo primero que hay que decir es que Dumbo es una creación cien por cien digital, igual que su madre, que actúa con su gestualidad y, especialmente, con unos ojos que exprimen sus estados de ánimo a cada instante, generalmente esa melancolía del desarraigado. «Una vez eliminados los animales que hablan, nos quedamos con un personaje chaplinesco, Dumbo, que es una especie de actor de cine mudo tanto en la película animada como en la nuestra», explica el guionista y productor Ehren Kruger. El posicionamiento de los personajes respecto al inocente Dumbo da la medida de cada uno. «Queríamos poblar un mundo humano con personajes para los que la historia de Dumbo podría ser motivo de reflexión sobre sus propias situaciones», añade. Entre ellos, el honesto padre de los dos niños, Holt Farrier (Colin Farrel), ex domador de caballos recién regresado de la I Guerra Mundial, o la ambigua pero de buen corazón acróbata aérea Colette Marchant (Eva Green). Junto a ellos, toda la pléyade de figurantes del circo Medici, tipos con reminiscencias de los «freaks» de Browning, pero sin cargar las tintas en lo grotesco, que al fin y al cabo estamos ante una cinta de Disney.
En ese balance entre lo burtoniano y la iconografía acotada desde hace décadas de los clásicos de Disney se mueve esta actualización que no es ni tan oscura como quisiera un fan del director de «Batman» ni tan colorida como se esperarían nuestras abuelas. En la configuración de Dreamland, la apabullante ciudad del entretenimiento en la que son contratados los miembros del modesto circo Medici, con Dumbo incluído, es donde más se puede advertir el tono estético del director norteamericano. En esa arquitectura onírica, con algo de Coney Island y las exposiciones universales de los años 30, con algo de «Metrópolis» y de casa de los horrores, un Las Vegas de burlesque y sirope. Un batiburrillo en el que se palpa la mano de Burton. «Dreamland es fastuoso, grande, colosal, espectacular y alucinante. Y sin embargo transmite una sensación de vacío», explica Rick Heinrich, diseñador de producción.
Y aquí es donde «Dumbo» se torna extraña, ambigua, dependiendo de los ojos con los que la queramos ver. Porque, pensando mal (o no tanto), la majestuosidad de cartón piedra de Dreamland recuerda demasiado a Disneylandia, y los métodos de su dueño, el señor Vandevelde, nos retrotraen a un modelo de negocio, de merchandising, de mercantilización de la inocencia, que algunos achacarían claramente a la Fábrica de los Sueños fundada por el todopoderoso Walt Disney.

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