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«El Reino»: Los latidos de la corrupción

«El Reino»: Los latidos de la corrupción
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Director: Rodrigo Sorogoyen. Guión: R. Sorogoyen e Isabel Peña. Intérpretes: Antonio de la Torre, Josep María Pou, Bárbara Lennie, Mónica López. España, 2018. Duración: 131 minutos. Thriller.

No era fácil poner en escena la corrupción, encontrar la manera en que la forma relatase el fondo de las cloacas del Estado. No lo era porque Rodrigo Sorogoyen corría el riesgo de verse absorbido por el vértigo de un tema tan pertinente como oportunista. Había que darle un cuerpo, una dinámica, que representase sus pulsiones multivectoriales, su escurridiza naturaleza, su hipertensión al borde del ictus. Así las cosas, Sorogoyen hace que la corrupción se demuestre andando, siempre en movimiento, huyendo de algo, o lo que es lo mismo, buscando nuevos botines, nuevas víctimas. Solo en ese movimiento eterno un personaje como el de Manuel Martín-Vidal (excelente Antonio de la Torre), político de cargo intermedio que amenaza con llevarse a su partido por delante si finalmente sus compañeros de sobornos y cohechos deciden sacrificarlo por el bien de perpetuar el Mal, encuentra una manera de sobrevivir. En el momento en que se pare esa música electrónica que sirve como metonimia de su agitación taquicárdica, pero también de esa fiesta sin principio ni fin que es la misma corrupción, se transformará definitivamente en una pieza sustituible, un mal recuerdo, un nombre más en un caso que podría ser cualquiera de los que conocemos. Sorogoyen y su co-guionista, Isabel Peña, nos obligan a pegarnos a la espalda de un corrupto. Todo un desafío, teniendo en cuenta que solo despierta simpatías por el acorralamiento al que es sometido por su propio partido y por los que han descubierto el pastel. No hay salida, pero él es el principal responsable . Nos identificamos con su angustia, con su necesidad de conservar lo que tiene y proteger a su familia, pero nos produce rechazo lo que ha hecho, y lo que volvería a hacer si tuviera ocasión. Esa relación ambivalente entre espectador y protagonista amplifica el impacto emocional de la película, un thriller electrizante, atento al realismo de los ambientes y a la creciente paranoia de su laberinto argumental –casi como si fuera «El escritor» de Polanski, pero pasado de éxtasis–, que sucumbe a la importancia del «tema» que, un punto débil, denuncia en una secuencia final que explicita en exceso las tesis que subyacen en su discurso.