"Maestro": la catarsis de Leonard Bernstein, por Bradley Cooper
La cinta que dirige y protagoniza el actor repasa la vida y obra de esta gran figura, una de las más importantes de la música de la segunda posguerra
Madrid Creada:
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Justa y comprensible expectación ha despertado el estreno de la película que sobre el músico estadounidense Leonard Bernstein (1918-1990) interpreta y dirige el actor Bradley Cooper. No es raro el interés por esa gran figura, que fue una de las más importantes de la vida musical de la segunda posguerra y que durante tanto tiempo contribuyó al renacer de la creación en su país, tanto en su calidad de intérprete como de forjador de nuevos pentagramas.
Muchos nos acordamos todavía de aquellos programas pedagógicos para jóvenes que emitía la televisión allá por los años sesenta-setenta con un doblaje suramericano. Como director, Bernstein poseía un extraño instinto, que le venía de cuna, un olfato inigualable para percibir sonidos y estructuras, para construir de manera muy lógica cualquier tipo de edificio musical. Respiraba música por todos sus poros en un proceso natural que lo conducía a estados de elevación, a catarsis increíbles. Manejaba la batuta en amplios movimientos de vaivén, en círculos monumentales, con una gestualidad que seguramente había nacido con él. Sudaba, saltaba sobre el podio, se inclinaba y casi se transformaba en otra persona.
Toda esa parafernalia no nacía de la nada. Tras cada una de sus interpretaciones había horas de estudio, de análisis hasta alcanzar la comprensión total de los pentagramas y, lo que es más importante, su trasfondo; lo que ocasionaba a veces acercamientos y exposiciones que parecían extraños y caprichosos, sometidos a tempi muy cambiantes, ora lentos, ora rápidos; algo que, sin embargo, no impedía la unidad estilística. Había sabido aprehender las enseñanzas de Fritz Reiner en cuanto a precisión y de Serge Kusevitzky en lo relativo a la búsqueda de la emoción. Algo, esto último, que, después de todo, le venía dado de natura y que era capaz de imantar a músicos y a oyentes.
El repertorio de Lenny, como se le conocía familiarmente, era muy amplio y recorría desde el barroco a la escuela de Viena. Autores como Mozart, Beethoven, Schubert, Schumann, Brahms, Mahler, Strauss o Sibelius encontraban en sus manos un vehículo respetuoso pero también poderosamente original. Se sirvió fundamentalmente de la Orquesta Filarmónica de Nueva York, a la que estuvo ligado durante lustros, de la Filarmónica de Israel, de la Filarmónica de Viena, donde era especialmente querido. Fue también un gran director de ópera y descendió a los más afamados fosos del orbe dejando magistrales interpretaciones y grabaciones de Cherubini (Medea, con Callas en La Scala), Bellini (Sonnambula con iguales protagonista y Teatro), Verdi (Falstaff en Viena), Beethoven (Fidelio en el mismo escenario), Munich (Tristán e Isolda)…
Fueron sonadas algunas de sus interpretaciones de Mahler, sobre todo de la Sinfonía nº 2, Resurrección. Levitaba en el crescendo final del coro en el momento de entonar la oda de Klosptock y lograba prestaciones de los músicos a sus órdenes más allá de lo usual: su gesto, tan habitual, de agarrar la batuta con las dos manos acababa de arrastrar materialmente a las centurias que lo seguían y que respiraban con él. Recordemos también que Bernstein estrenó una de las obras sinfónicas más importantes del siglo XX, la Sinfonía Turangalila de Messiaen, en 1949. Tres años antes había presentado en Estados Unidos la ópera Peter Grimes de Britten. Es el momento de recordar aquella interpretación del Concierto nº 1 de Brahms en Nueva York, con Glenn Gould como solista, publicada por Sony en 1998. Tempi muy lentos y desacuerdo entre uno y otro. En la grabación se escucha el pequeño discurso previo de Bernstein curándose en salud. Curioso.
Además de director, Bernstein fue un magnífico pianista, que tocaba Mozart maravillosamente, aunque nunca se prodigó en este campo como en el de la dirección; y, claro es, el de la composición, en el que brilló de manera especial y para el que construyó un extenso y llamativo corpus. Era eso que se llama un ecléctico: un creador dotado de un magnífico oficio, de una formación intelectual muy completa, que bebía de la tradición neorromántica y de las fuentes de la música popular de América. Encontramos en su música rasgos de Aaron Copland, de Walter Piston (su maestro), pero también, naturalmente, de Mahler y aun de Stravinski o Bartók.
El compositor nos ganaba, entre otras cosas, por su soberbia capacidad de orquestación y su manejo de los más variados ritmos, con frecuencia derivados del jazz. La estructura formal no adquiere en él una ordenación rigurosa y es muy elástica y proclive a la improvisación, lo que otorga a su música una frescura magnífica. Se sirve a su manera de una tonalidad excitante y excitada, que da paso excursiones episódicas a lo modal, al empleo de estratégicas disonancias, de eventuales procesos cromáticos y al manejo eficaz de formas actualizadas del pasado.
Frente a la densidad, emocionalidad, impacto sinfónico e incluso teatral de sus sinfonías u obras sinfónico-corales, se sitúa, por ejemplo, la espléndida Serenade, de 1954, basada en "El banquete de Platón", una especie de oasis espiritual donde avistamos evidentes conexiones con un sui generis stravinskianismo, gracias entre otras cosas a una magistral utilización del ritmo y a una incisiva instrumentación. Lo que no impide la existencia de ocasionales ecos mahlerianos o bartokianos. Prevalece también un olfato infalible para el trabajo de la variación.
Consta de cinco movimientos. El primero, Phaedrus, Pausanias, tiene dos partes. La inicial es un Lento en el que se desarrolla un solo de violín, muy lírico, que adelanta las líneas de una fuga, que enseguida se ordena por el resto de la cuerda. El segundo movimiento, en forma ternaria, de lied, Aristophane, posee, según Gottlieb, una textura inmaterial. Una melodía en canon ocupa la sección central y tiene un algo de infantil. El tercero, Eryximachus, Presto, es una ráfaga que rompe súbitamente, un visto y no visto, que trabaja un breve motivo de tres notas. Agathon es un Adagio que se inicia con un canto del solista, una metamorfosis del sujeto de tres notas del movimiento anterior. Socrates-Alcibiades viene ocupado por un impulsivo rondó, que avasalla dramáticamente el segmento socrático. Alcibiades y sus amigos se imponen al filósofo y sus invitados siguiendo lo explicado por Platón en su diálogo
Su ballet West side Story, con sus bárbaras danzas, es justamente famoso, como lo es la ópera Candide (1956), inspirada en Voltaire, cuya espléndida obertura se ha hecho justamente famosa como pieza de concierto. La orquestación es variada. Todo concluye en una coda exultante en la que suenan otros temas de la comedia. Magnífica muestra del arte de un gran y completo músico.
Debemos mencionar asimismo, sin ánimo de ser exhaustivos, sus Salmos de Chichester, composición estrenada en la catedral de esa localidad el 15 de julio de 1965 bajo la dirección del autor, quien decía estas palabras a propósito de la grabación para DG de1977: “Es la obra más accesible, la más tonal (en Si bemol mayor) que nunca he escrito (…) Creo profundamente en la tonalidad. Estoy convencido de que se pueden escribir sonidos nuevos, melodías y armonías verdaderamente originales apoyados en la tonalidad. Lo que no quiere decir que no crea en la música no tonal”.
No puede negarse que sobre estas bases no se presentes sorpresas y curiosas excursiones armónicas. Ahí está, por ejemplo, ese manejo del intervalo de séptima que interviene en el Salmo 108. Y en lo que atañe a la rítmica, es sorprendente ese compás de 7/4 aplicado al Salmo 100, asimismo en el primer número de la composición. Y es singular el lirismo del segundo movimiento, que abre un niño cantor. Y no lo es menos esa tan cálida y consoladora aspiración a la paz de los últimos compases del tríptico.