Unos Oscar para que todo cambie y todo siga igual
La tormenta perfecta de "Todo a la vez en todas partes" parecía estar asumida por todos los candidatos desde hace semanas
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Los siete Oscar de «Todo a la vez en todas partes», cinco de ellos en las categorías principales, pueden hacernos pensar que, desde su estreno el pasado mes de abril, había nacido para triunfar. ¿Una película con dos piedras que hablan al borde de un acantilado? ¿Con dos de sus protagonistas coqueteando mientras intentan tocarse con sus dedos en forma de salchichas de Frankfurt? Nadie en su sano juicio podía prever que los excesos hipertextuales del filme de Daniel Kwan y Daniel Scheinert llegaran tan lejos, aunque la apuesta de la Academia de Hollywood, respaldada por todos los premios de la temporada, estaba clara, sobre todo después de una impecable operación de precampaña que resucitó a la película del olvido: por un lado, era necesario rejuvenecer la imagen de unos Oscar que, el año pasado, optaron por la rancia irrelevancia (¿quién se acuerda de «CODA»?), y reconocer que son los nuevos públicos –los que pueden conectar con la narrativa multiversal de la película– los que salvarán las salas de cine; por otro, «Todo a la vez en todas partes» satisface la cuota de diversidad racial que tanto preocupa al sistema de lo políticamente correcto, y lo hace desde dentro de la industria, no como con el filme «Parásitos» (la celebración de los asiático-americanos se cobró víctimas en los afroamericanos: la cara de Angela Bassett al perder frente a Jamie Lee Curtis era todo un poema).
Así las cosas, la tormenta perfecta de este premiadísimo filme, que todos los candidatos parecían tener asumida desde hace semanas (el mismísimo Steven Spielberg no reparó en elogios a la película en la Berlinale, y Cate Blanchett debía imaginarse como perdedora después del lamentable post autopromocional de Michelle Yeoh en su cuenta de Instagram), reafirma otra manera de hacer cine comercial, que se sitúa entre el blockbuster épico y monumental («Top Gun: Maverick», «Avatar: el camino del agua») y el cine independiente de amplio espectro atento a la velocidad de las imágenes tiktokeras. Hollywood se estrecha el cinturón reivindicando la creatividad argumental ante la facturación de franquicias, pero lo hace, no nos engañemos, aplaudiendo la misma ideología conservadora de siempre. Tanto el Oscar a la mejor actriz para Yeoh, el primero para una estrella asiática, como el de mejor actor secundario para Ke Huy Quan, en uno de esos «comebacks» tan queridos por Hollywood (lejos quedan sus inicios como pareja cómica infantil de Harrison Ford en «Indiana Jones y el templo maldito»), abundan en esa dirección. Su discurso de aceptación fue, en ese sentido, significativo: «Mi viaje empezó en un bote. Viví un año en un campo de refugiados. Y de alguna forma he acabado en el mayor escenario de Hollywood. ¡Este es el sueño americano!».
Ese discurso no es otro que el que corrobora la propia película de Kwan y Scheinert, por mucho que su neobarroco envoltorio nos pueda hacer pensar que estamos ante una aberración liberadora del relato clásico: de lo que aquí se trata es de aplaudir un relato de redención y autosuperación, aunque sea mediante la alambicada gramática del multiverso. Un relato que, por otro lado, la Academia refrendó premiando a Brendan Fraser por la evangélica «La ballena» frente a rivales más incómodos como el Colin Farrell de «Almas en pena de Inisherin». En los Oscar la conclusión siempre es de lo más lampedusiana: todo cambia para que todo siga igual.