Berlín

Soderbergh, triste despedida

Presenta un «thriller» sobre la locura rocambolesco, improbable y totalmente ajeno a su estilo

Soderbergh, en primer plano, junto al reparto de la película
Soderbergh, en primer plano, junto al reparto de la películalarazon

Si atendemos a Chesterton, el loco es el que lo ha perdido todo menos la razón. ¿La razón? No debe extrañarnos que la Camille Claudel de Juliette Binoche, confinada en un manicomio los veintinueve últimos años de su vida, se pregunte obsesivamente por qué ha sido privada de su libertad. Por comparación, la locura de Rooney Mara, la Lisbeth Salander del «Millenium» de Fincher, en «Side Effects», casi el canto del cisne de Soderbergh, es la que amenaza a todos los locos que juegan en el patio de la sociedad de la sobredosis de información. La desubicación que provoca un aislamiento forzado, camisa de fuerza de la voluntad individual, y la peligrosa anestesia que la vida moderna vende como café para todos. Dos tipos de locura en la Berlinale de ayer, dándose golpes contra paredes acolchadas.

Implacable y radical

Lo que fue prácticamente cierto en el caso de «Camille Claudel 1915». En su proyección para la Prensa, las deserciones de la sala estaban a la orden del día. Es algo a lo que no es ajeno el cine del francés Bruno Dumont, listo para salpimentar las llagas de la incomodidad del espectador. Es la primera vez que trabaja con una actriz de renombre, y fue porque ella le llamó ex profeso. Experta en dar triples saltos mortales sin romperse la crisma ni malmeter su dignidad, Binoche aguanta el tipo mientras Dumont la coloca en medio de un asilo poblado de locos y retrasados mentales.

El efecto es devastador: el cuerpo de una actriz que finge ser loca rodeada de auténtica locura. La desestabilización de Claudel es la de la propia Binoche, que se entrega en cuerpo y alma a la neurosis y manía persecutoria de su personaje. Más allá de informes médicos y las cartas que Camille le enviaba a su hermano, el escritor Paul Claudel, Binoche tenía poco donde inspirarse. Ese vacío del personaje, ese estar obligado a no hacer nada, es lo que motiva a Dumont a filmar su desesperación en una película implacable y radical, que sugiere que todos los artistas están locos sí o sí, y que esa locura puede manifestarse a través de un fanático amor por Dios, como le ocurre a Paul Claudel, o a través de una conmovedora paranoia, como es el caso de la escultora Camille.

La locura de «Side Effects» es más frívola. Soderbergh, que reiteró en rueda de prensa que sus últimas películas sólo aspiran a ser «puro entretenimiento», ha facturado un híbrido de géneros que pierde interés cuando descubre sus cartas. El filme empieza en la línea de «Contagio». Los primeros veinte minutos son perturbadores: cuentan la historia de una mujer deprimida (Rooney Mara) que, después de que su marido salga de la cárcel y aconsejada por su psiquiatra (Jude Law), toma un nuevo fármaco cuyos letales efectos secundarios la empujan a cometer un asesinato. La ansiedad, los ataques de pánico y los instintos suicidas provocados por esta droga de la felicidad, tan desgraciadamente popular en tiempos de crisis, infectan por transfusión al espectador.

«Atracción fatal» fue la cinta que Steven Soderbergh tomó como modelo para «Side Effects». Podrán imaginarse que el «hit» de Adrian Lyne no tiene nada que ver con el «thriller» médico que ese arranque apunta. La polémica actuación de la industria farmacéutica en la comercialización de medicinas psicológicamente terapéuticas sirve como desvío, despiste o trampa mortal, porque la película pronto muta en un «thriller» rocambolesco e improbable, de los que firmaba Brian De Palma en los ochenta. Soderbergh prefiere hablar de Hitchcock, y de la culpa como motor narrativo. Excusas: por mucho que, como en «Psicosis», uno de los protagonistas muera a la media hora de proyección, el filme tiene un perfil paródico similar al de «Doble cuerpo» o «Vestida para matar».

La antítesis a De Palma

La diferencia entre Soderbergh y De Palma es una cuestión de estilo: un cineasta tan cerebral como Soderbergh, que busca explicaciones debajo de las piedras, es la antítesis al exuberantemente absurdo universo de De Palma. Responsable de la fotografía y el montaje, el director de «Che» necesita que todas las piezas cuadren, por muy ridículas que sean. La racionalidad de su puesta en escena echa a perder la dimensión enloquecida de la historia, que De Palma habría exprimido hasta la última gota. Probablemente Soderbergh sea el loco del que hablaba Chesterton: razón no le falta.

Panahi, cine sin arresto domiciliario

Hace tres años, el director artístico de la Berlinale, Dieter Kosslick, dejó una silla vacía en el jurado del festival, la silla que el gobierno iraní no permitía que ocupara Jafar Panahi, encarcelado en su propia casa y condenado a veinte años sin dirigir cine. Era justicia poética que la segunda película que Panahi, levantado su arresto domiciliario, rueda en la clandestinidad, formara parte de la sección oficial. Ayer el co-director de «Pardé» (o «Closed Curtain», en su título en inglés), Kamboziya Partovi, reivindicaba el decisivo papel del autor de «El círculo» en dar voz a los cineastas de su país, aplastados por la censura. El filme, mucho más insatisfactorio que el magnífico «Esto no es una película», traslada las reflexiones de aquél a un terreno más alegórico. Los fantasmas de la imaginación de Panahi están encerrados en su casa de veraneo, a orillas del mar, y aparecen y desaparecen sin que sepamos si son reales o imaginarios; si, en fin, el miedo que les lleva a ocultarse es fruto de una sociedad pseudodistópica, donde se castiga a los que tienen perro, o pertenece a los dominios obsesivos de un director que, ahora mismo, sólo puede hablar de su condición de paria, y que irrumpe a mitad del metraje como si el verdadero fantasma fuera él. Funciona mucho mejor el discurso metaficcional de este juego de espejos que su denuncia política, pero lo más grave es que la idea que sustenta el filme daría para un corto, no para un largo de ficción.