Crítica de "Vidas pasadas": tiempos de amor eterno ★★★★
Dirección y guión: Celine Song. Intérpretes: Greta Lee, Teo Yoo, John Magaro. Música: Christopher Bear y Daniel Rossen. Fotografía: Shabier Kirchner. Estados Unidos, 2023. Duración: 105 minutos. Drama.
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El “in-yeon” es una palabra coreana que alude a la importancia de la conexión entre dos seres humanos. Según la religión budista, si dos personas interactúan, aunque sea por muy poco tiempo, sus vidas pueden están interconectadas eternamente. Si no se hubieran rozado en el vagón de un metro, si no se hubieran sonreído en una boda, si no se hubieran mirado en la sala de espera de un hospital, sus vidas habrían tomado caminos distintos. Y si esos gestos casuales desatan una conexión que permanece en el tiempo, se convierten en predestinación, recorren las huellas emocionales de lo que las unió en otros mundos. Es alrededor de este concepto que la dramaturga Celine Song, inspirándose en sus propias experiencias, organiza su delicada ópera prima, una historia de amor que podría haber sido y no fue, pero que, en el camino, deja abiertas las compuertas del afecto como si todo lo esencial hubiera ocurrido y, lo más importante, pudiera ocurrir.
En la escuela, Nora (Greta Lee) y Hae-Sung (Teo Yoo) son uña y carne. No tienen ojos para nadie que no sea su primer amor, que se rompe cuando la familia de Nora decide emigrar al Canadá cuando ella es preadolescente. Doce años después de haber perdido el contacto, vuelven a interactuar a través de Facebook: ella es una dramaturga en ciernes en Nueva York, él acaba de hacer el servicio militar en Corea después de estudiar ingeniería. La conexión es inmediata, como si no hubiera pasado el tiempo, pero sería ingenuo pensar que, en efecto, se encuentran en el mismo punto en el que se despidieron: Celine Song hace un buen trabajo a la hora de que sintamos lo que significa la duración de esa separación -toda una identidad forjándose en conexión con otras: la posibilidad múltiple del “in-yeon” encapsulada en una elipsis- y también el placer del reconocimiento, que no es otro que la fe en retomar lo inacabado, ese “¿y si?” que pone en peligro lo que parecía imposible. Vuelve, no obstante, la ruptura, doce años más de silencio, y Hae-sung reaparece: visitará Nueva York durante una semana y quiere ver a Nora, que ahora está felizmente casada y ha consolidado su carrera creativa.
“Vidas pasadas” puede recordar a la trilogía del amanecer de Richard Linklater, aunque la diferencia entre la historia de amor de Celine y Jessie y la de Nora y Hae-sung es que la primera se proyecta hacia el futuro y la segunda quiere reeditar un momento crucial del pasado. El amor, nos dice Song, es negociar con el tiempo, y a cada época, las diferencias culturales entre una coreana que se siente norteamericana y un coreano que apenas ha salido de su país parecen abismarse. Song no insiste demasiado en el tema, como para no buscar una excusa fácil, externa a los afectos de los personajes, que justifique que hayan vivido su amor platónico de maneras tan distintas.
Hay algo muy hermoso en el trabajo de la intimidad entre Nora y Hae-sung en ese tercer acto, que nos recuerda, por un lado, a cierto cine de Hou Hsiao-Hsien (“Three Times”, “Café Lumière”) filtrado por la sensibilidad racializada de Barry Jenkins (“Moonlight”), y, por otro, a los paseos urbanos de Scarlett Johansson y Bill Murray en el “Lost in Translation” de Sofia Coppola. En ese tercer acto un secundario -el marido de Nora, escritor como ella- parece complicar el cuadro, aunque, finalmente, su presencia solo sirva para demostrar que el “in-yeon” es múltiple, que el destino hace compatibles los encuentros sagrados, que no se impone una elección, que la película no transitará ese camino.
Lo importante, pues, es cómo esas dos identidades en flujo permanente vuelven a ajustar sus ritmos sin que los reproches corten esa conexión que nació antes de que fueran conscientes de su existencia. Song hace significantes tanto las pausas y los silencios como los diálogos: en esta película lacónica, melancólica, es más importante el gesto, la contención del afecto, que su declaración abierta en canal. Tal vez por ello resulte tan conmovedora: porque nos hace pensar que entre el cine y el espectador también puede producirse ese “in-yeon”, que Song la ha imaginado para conectar con cada uno de nosotros.
Lo mejor:
La delicadeza del tono y la sensibilidad con que observa la persistencia del amor a través del tiempo.
Lo peor:
A veces da la impresión de que su contención es más calculada que orgánica.