América

San Francisco

De costa a costa con John Waters

El director de culto, de 68 años, cruza Estados Unidos, de Baltimore a San Francisco, haciendo autoestop. Lo que ocurrió y lo que no lo cuenta en un libro hilarante.

¿Realidad o ficción? Waters construye tres relatos: la fantasía, la pesadilla y el viaje real
¿Realidad o ficción? Waters construye tres relatos: la fantasía, la pesadilla y el viaje reallarazon

Ulises Fuente - Madrid

Asegura John Waters que su vida cotidiana no es aburrida. «En absoluto. Siempre estoy haciendo viajes interesantes y, aunque me encuentro entre proyectos, no puedo decir que tenga tiempo de aburrirme». Sin embargo, a sus 68 años, algo dentro le pedía aventura, salir de su zona de confort. «Quería sacudirme esa seguridad», dice al teléfono desde Baltimore, en la costa Este de EE UU, desde donde partió el último proyecto del director de «Pink Flamingos» y «Hairspray», una idea, cómo no, con un punto bizarro: cruzar el país hasta llegar a San Francisco, en el Pacífico, haciendo autoestop. 4.500 kilómetros a dedo. Lo hizo porque, entre otras cosas, ya había cobrado el adelanto por escribir su peripecia en un libro, cuando los signos de arrepentimiento empezaron a asaltarle. ¿Lo logró? Eso lo cuenta en un libro, «Carsick» (Caja Negra Editora), que acaba de ser traducido al catellano.

Tres historias de un viaje

«¿Puedo renunciar a los horarios rigurosos a los que estoy tan acostumbrado? ¿Yo? ¿Siendo, como soy, un enfermo del control, alguien que planea con semanas de antelación cuándo voy a darme una panzada de caramelos? ¿Me reconocerán? ¿Pensarán que soy un imitador? ¿Y si me roban o me golpean?», se pregunta el «pontífice del trash», que se confiesa un perfecto ignorante en materia de autopistas y que no ha cambiado una rueda de automóvil en su vida. Por eso, ante el infinito número de posibilidades que se le planteaban a Waters antes de cruzar el umbral de la puerta, tomó la decisión genial. Imaginó qué es lo mejor que le podría ocurrir en ese viaje y lo peor que le podría suceder. Y después narró la experiencia real. Y en todos los relatos asoma el imaginario bizarro de su mundo interior.

Empecemos, pues, como Waters, con la fantasía. Porque quizás al comenzar el viaje le recoge un camionero con botas supersexys que se ofrece para tener relaciones sexuales durante una carrera de demolición (esas competiciones americanas en las que los coches se embisten entre sí en un circuito). Después,un policía le confunde con Steve Buscemi pero el agente resulta ser encantador y se ofrece a llevarle mientras le exige que recite los diálogos de «Con Air» (película de Buscemi) y, tras consumir popper, ambos viajan por las llanuras del medioeste poseídos por el vértigo de las inhalaciones. Se sientan a ver el atardecer y se percatan de que un tornado se acerca. Las sirenas suenan mientras comen coco rallado. «¡Dorothy!», exclama el policía como si «El mago de Oz» transcurriera ante sus ojos. Puede incluso que se encuentre a Edith Massey quien, en lugar de haber fallecido en 1984 regenta una farmacia de productos de segunda mano. Quizá se tope con una pandilla de punks, un narcotraficante se ofrezca a financias sus películas al contado, o un fugado de prisión le obligue a atracar un banco después de, qué sorpresa, mantener relaciones sexuales. No estaría mal encontrarse con una caravana de hipsters que le reciben con un aplauso ensordecedor porque conocen al dedillo su obra. ¿Qué más le puede pedir un creador a la vida? Bueno, organizar con ellos un carnaval digno de sus más bizarras fantasías. Bueno, todo lo anterior es una posibilidad, claro, pero hay otras...

También es posible que le recoja la clase de conductor gordo y borracho cuyo automóvil apesta a bodega. Un tipo que lleva un arma debajo del asiento con la que amenaza al resto de conductores mientras vomita en bolsitas de papel. Luego se seca la bilis con la manga de una camisa cochambrosa. Puede que se tenga que bajar del coche en marcha, se rasgue el traje y se hiera la rodilla. Quizá le insulten cuando camina por el arcén y le preguntren si sólo busca llamar la atención y que, cuando piense que ya nada puede empeorar, se tope con un «nerd» (empollón) que sólo se dirija a Waters recitando los diálogos de sus propias películas. Se pasará de gracioso hasta tal punto que le haga maldecir cada día que escribió un guión. O que su anfitriona sea una auténtica «red neck» (paleta) de piernas gordísimas, homófoba y que ama Kentucky en detrimento de San Francisco. Puede que duerma a la intemperie, que coma sobras de un menu chino en mal estado. ¿Cuántos dementes con carnet de conducir frenarán para recoger al bueno de Waters? Quizá algún sádico le torture haciéndole un tatuaje casero. ¿Llegará a su destino si se cumplen sus peores pesadillas?

El final incumbe a los lectores, pero cabe preguntarse si la vida real es un promedio entre las fantasías y las pesadillas. «(Risas) Ninguna de las cosas que más temía ocurrieron. Lo que ocurrió es que la gente era agradable y tenía ganas de ayudar con independencia de sus ideas. Nadie fue desagradable. Creo que yo les habría dado más miedo si se hubieran leído la primera parte de mi libro», comenta el autor, que reconoce que la peor parte fue la lluvia y el viento. «Diez horas ahí plantado, viviendo en el lavabo de una gasolinera y te juro que me habría montado en una caravana de Ángeles del Infierno borrachos. No pasaba ni un alma, te prometo que dejó de tener gracia, ¡pensé que iban a transcurrir meses!». Waters hacía lo que cualquiera. Esperar y esperar. «Y llamar a mi asistente lloriqueando. Le llegué a decir: ‘‘Ahora voy a tener que beberme mi propia orina. He leído sobre gente que se vio obligada’’. Pero me calmé». La tercera parte da forma a un libro optimista, sobre buena gente que está bastante alejada del estereotipo de habitante de la América profunda que está tan extendido. «La gente piensa que son ultrarreligiosos y conservadores y probablemente lo sean, pero no los que recogen a un autoestopista. Creo en la bondad de la gente, tengo amigos que han cometido crímenes, incluso asesinatos, y sé que son buenas personas (ríe). La verdad es que nunca pienso mal de las pesonas, aunque, de todas formas, tenía pensada una historia en caso de que algo se pusiera feo. Sería algo así como: “Mira, estamos rodando un reality show y nos están filmando desde un satélite” (Ríe). Pero nunca tuve que decirla, todo el mundo fue agradable». «Me decían que nunca me recogería una madre soltera ni los camioneros, o los mineros del carbón, aunque sí que me ayudaron. Todos. ¡Pero ni una sola persona gay! Así que me quedé sin cumplir una fantasía: ¡nadie me ofreció un encuentro sexual!», comenta Waters, que recibió negativas cuando se ofreció a llenar el tanque de gasolina, e incluso le dieron algo de dinero para el viaje que tuvo que aceptar. «Sí, me dieron dinero, pero no a cambio de sexo. ¡Y lo habría aceptado!».

Una vez conseguido el reto, qué será lo próximo. «En el libro bromeo sobre volver a tomar todas las drogas que he tomado en mi vida, una por una, y escribir mi experiencia. Pero, la verdad, no creo. También he pensado en entrar en la cárcel durante seis meses y escribirlo, pero tampoco creo...». Hablando en serio, ¿es más difícil impresionar o hacer reír con el arte? «Pues yo nunca he intentado hacer ninguna de las dos cosas solamente. Siempre a la vez. Con las películas y con este libro he pretendido hacer reír y también impresionar para hacer pensar».

«No soy un psicópata», voy a Kansas

Waters vive en una América paralela, su propio país interior. Por eso, nunca había entrado en un Wal-Mart (unos grandes almacenes) hasta el viaje. «¡Es enorme! ¡Hay asistentes que te dicen por dónde se sale porque te puedes perder dentro!», comenta. También llevaba 20 años sin pisar un McDonald’s: «No estuvo tan mal. Bueno, no era horrible. Pero una vez». Al director le tomaban por vagabundo cuando le veían sostener los carteles de cartón que anuncian la dirección o consignas como «no soy un psicópata» o «crisis de mediana edad». Cuando terminaba el viaje, dejaba una tarjeta firmada de agradecimiento a sus anfitriones. «Les decía que era director de cine y algunos me miraban como si no me hubiera tomado la mediación. De verdad, ponían ojos de ‘‘pobrecito’’ o de ‘‘sí, sí, lo que tú quieras viejo loco».

Sabios consejos para hacer autoestop

¿Alguna vez has hecho autoestop?, pregunta John Waters. Pues no... ¿qué consejos me daría? Bien...

- «Un cartel o una señal ayudan, porque en América y en muchos países hay gente pidiendo dinero al lado de los semáforos y pueden confundirte con alguien que pide, y mucha gente ni te recogerá».

- «Hacerte el gracioso tampoco funciona. Estuve muchas horas con un cartel que ponía ‘‘No soy un psicópata’’ y tampoco me recogían».

- «Tiene que ser directo y no puedes pedir por un viaje largo. Cuando estaba en Baltimore se me ocurrió posar con un letrero que ponía San Francisco y todo el mundo se reía de mí. Aunque tengo que decir que el otro día me hicieron fotografías promocionales con un reclamo hacia «Londres» para un asunto de promoción del libro, y alguien paró. Así que debería hacer lo mismo con Madrid, quizá. Pero bueno, mejor escribe una dirección que sea lejana pero realista, aunque esté a tres mil millas».

- «Una vez te recojan, en primer lugar, deja hablar a la gente. Tu trabajo es escuchar y conversar, así que no se te ocurra mirar el email o hablar por teléfono y mucho menos de negocios. Y no duermas. No puedes hacer eso. Tampoco pienses que la persona que te recoge tiene intenciones sexuales. No, al menos hasta que hayas notado dos veces la insinuación. En América se ve gente que hace autoestop que, o bien se ha escapado de una institución mental o son prostitutas o algo parecido. No ves gente normal. Los hippies (¿quedan hippies?) ya no hacen autostop».

Ficha

«Carsick»

John Waters

Caja negra

320 páginas,

23 euros