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Desarmando a Tarantino

La Razón
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Hace unos días, y durante una entrevista promocional concedida a una televisión británica por su último filme, «Django desencadenado», Quentin Tarantino se sintió acorralado por una pregunta que le interpelaba directamente por su afición a la violencia. El modo en que decidió esquivarla no se puede calificar precisamente de diplomático: «Me niego a contestar», espetó. «Yo no soy tu esclavo ni tú mi dueño. No voy a bailar al son que tocas. No soy un mono». Resulta curioso, en este sentido, que a un director que vive de la violencia le incomode hablar sobre la misma cuantas veces sea necesario. Desde el minuto uno de su éxito, «Reservoir Dogs», Tarantino se ha mostrado como un director que ha sabido agigantar su figura mediante relatos efectistas y excesivos. A principios de los 90 todavía había algunas cosas por inventar en el cine, la mayoría de ellas nefastas. El «modelo Penckinpah» –cámaras lentas combinadas con una fragmentación vertiginosa de la escena a fin de multiplicar el impacto de las situaciones de violencia– se convirtió en objeto de culto para directores como Robert Rodríguez, John Woo o el propio Tarantino, quienes tienen como principal mérito haber servido de argamasa para la consolidación de una de las generaciones más insufribles y ahuecadas de la historia del cine. Cualquiera de ellos podría argumentar que su querencia por la imagen violenta se justifica por el intento de hacer de su representación desmedida una forma de crítica. Supuestamente, el espectador ha normalizado tanto la violencia en su vida cotidiana que, ante el riesgo de que deje de verla, debe ser enfatizada hasta el exceso, para que su sobredimensión avive una supuesta conciencia ética. Pamplinas. A nadie se le escapa que un sistema como el nuestro, tan deudor de las leyes del espectáculo, convierte todo exceso visual en un eficaz movimiento expansionista. Por una mera cuestión de lógica, cuanta más leña echas al fuego, mayor es su capacidad destructiva. Y, desde luego, Tarantino constituye uno de los grandes pirómanos de la cultura visual contemporánea; un encantador de serpientes que ha sabido ganarse a la crítica más inflamable hacia el terreno que mejor controla: el de la estupidez envuelta en un deslumbrante papel de autor.