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Desastre Francés en Agincourt

Ocurrió en octubre de 1415 y, por tercera vez en la Guerra de los Cien Años, se enfrentaron ingleses contra franceses.
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  • Desperta Ferro Ediciones

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  • Eduardo Kavanagh

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Ocurrió en octubre de 1415 y, por tercera vez en la Guerra de los Cien Años, se enfrentaron ingleses contra franceses.
Los cuerpos se amontonaban frente a la línea de estacas. Vivos, muertos y moribundos, carne y hierro, se religaban con el barro del terreno –regado por una constante lluvia de flechas– para formar una visión espantosa. Era el resultado de la primera carga de infantería francesa contra las filas inglesas. Pero a pesar de la confusión y la matanza, algunos guerreros franceses lograron alcanzar las líneas inglesas y se mezclaron en una salvaje lucha cuerpo a cuerpo. Inglaterra y Francia llevaban ya 78 años en guerra, y quedaban todavía otros 38 para dar por zanjada la larguísima y encarnizada Guerra de los Cien Años (1337-1453). Para ser exactos no duró cien sino 116 años, y ciertamente no fue constante, pues hubo numerosas treguas e interrupciones. Con todo, dicho conflicto es con toda probabilidad el episodio bélico de mayor entidad e importancia de la Europa medieval. Los actores principales fueron dos, la corona de Inglaterra y la de Francia, en competición por el control de las posesiones inglesas en el continente, pero también afectó, y de manera muy contundente, a numerosas regiones y países vecinos. Así, a Navarra, cuyo rey Carlos el Malo trató de pescar en río revuelto y hacerse con la corona de Francia; o Castilla, cuyo rey Pedro I el Cruel perdió corona y vida tras una larga guerra civil, cuando su medio hermano y sucesor, Enrique de Trastámara, contó con la suficiente ayuda francesa para imponerse en el conflicto (a partir de entonces, Castilla sería aliada de Francia en la guerra europea). Escocia, Génova, Aragón, Portugal, Normandía, Bretaña, Borgoña, se vieron asimismo inmersos, en mayor o menor medida, en esta guerra internacional que arrastraba a media Europa y parecía no acabar nunca. Pero regresemos al campo de batalla. En 1415 la fortuna parecía dar la espalda a Francia, en cuyo trono se sentaba por entonces un rey totalmente incapaz (Carlos VI el Loco) puesto que, de forma periódica, sufría ataques de demencia. Esta circunstancia alimentó la división de los miembros de la nobleza francesa en dos grandes facciones, borgoñones y armagnac, en competición constante, a menudo sangrienta. La debilidad política resultante de la corte francesa sirvió, a su vez, de estímulo para que un nuevo rey inglés, Enrique V, se animara a lanzar los dados y desembarcara en Francia en 1415, al frente de un ejército. El rey de Francia movilizó entonces a sus huestes y logró concentrar un ejército que, en términos numéricos, era muy superior al inglés (unos 30.000 hombres frente a los 9.000 que traía consigo Enrique). Los sorprendentes hechos que se produjeron entonces asombrarían al Occidente cristiano hasta nuestros días, inmortalizados en la célebre obra teatral de Shakespeare: «Enrique V». Se enfrentaban la flor y nata de la aristocracia francesa, embutida en sus costosas armaduras pesadas, y un ejército numéricamente inferior formado fundamentalmente por arqueros, cuya condición social era humilde. Los franceses cargaron, confiados, tanto a caballo como a pie, sobre los invasores ingleses. Pero el barro del terreno, recientemente arado y sobre el que había llovido en los días previos, formó una pista de fango que estorbó enormemente el avance de los combatientes y caballos franceses, pesadamente armados. Su lento avance fue aprovechado por los arqueros ingleses para lanzar sobre ellos una lluvia constante de flechas. Para cuando los franceses alcanzaron a su enemigo, se hallaban exhaustos por su penoso avance y debilitados por las flechas enemigas. Los ingleses abandonaron entonces sus arcos y tomaron mazas, hachas y otras armas indignas, con las que se lanzaron al ataque. Entonces ocurrió lo imposible: los humildes arqueros se impusieron sobre los nobles y caballeros, invirtiendo así en el campo del honor el ordenamiento social. Al término del día, entre 6.000 y 10.000 franceses regaban el campo con su sangre y cientos de nobles habían sido hechos prisioneros. El triunfo, contra todo pronóstico, del rey inglés, es sin duda un hito fascinante que ha calado en el imaginario colectivo y que en Inglaterra es recordada y celebrada por encima de cualquier otra batalla de la Guerra de los Cien Años.
Una de las plagas endémicas del paisaje urbano de la España del Siglo de Oro eran los falsos mendigos, quienes, para poder vivir de la limosna, concebían una serie de imaginativas tretas destinadas a evitar cualquier esfuerzo mediante un trabajo honesto, como indica Pérez de Herrera («Discursos del amparo de los legítimos pobres»), que dice haber conocido de buena fuente algunos casos muy extremos: «[...] Movidos desta ociosa y mala vida, pudiendo trabajar en otras cosas, se hacen llagas fingidas y comen cosas que les hacen daño a la salud para andar descoloridos y mover a piedad, fingiendo otras mil invenciones para este efecto, y haciéndose mudos y ciegos no lo siendo; y algunos, y muchos, que se ha sabido que sus hijos e hijas en naciendo los tuercen los pies o manos, y aun se dice que los ciegan [...]. [A un fraile de la orden de San Bernardo] le pidió con muchas lágrimas una mujer que rogase a su marido que no le cegase un niño recién nacido, quejándose de que con un hierro ardiendo pasándole por junto a los ojos había cegado otros dos, y lo mismo quería hacer a este [...]».
«La Guerra de los Cien Años (III) Agincourt»
Desperta Ferro Antigua y Medieval
Nº49
68 págs., 7€

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