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Efebocracia: Los jóvenes son los que mandan

Algunos casos de políticos que ascienden al poder sin cumplir los cuarenta comienzan a darse a lo ancho del mundo. Más allá de su talento, esta tendencia también tiene sus peligros evidentes. Los antiguos nos enseñaron a frenar sus impulsos con el carácter reflexivo de las instituciones y que la armonía con los veteranos es necesaria para no caer en el caudillismo belicoso
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Algunos casos de políticos que ascienden al poder sin cumplir los cuarenta comienzan a darse a lo ancho del mundo. Más allá de su talento, esta tendencia también tiene sus peligros evidentes. Los antiguos nos enseñaron a frenar sus impulsos con el carácter reflexivo de las instituciones y que la armonía con los veteranos es necesaria para no caer en el caudillismo belicoso.
El reciente triunfo en las elecciones austriacas del conservador Sebastian Kurz, un joven de 31 años de humilde origen y carrera fulgurante, ha llegado en un momento histórico como el actual, marcado por figuras singulares de la política caracterizadas por su juventud: otro ejemplo es el de la laborista Jacinda Ardern, la primera ministra más joven de la historia de Nueva Zelanda, con 37 años, que viene a sumarse al francés Emmanuel Macron, que accedió al poder con 38, y al canadiense Justin Trudeau, que lo hizo con apenas 43. Su aparición recuerda que este asunto de la juventud de los líderes del poder ejecutivo no es nada nuevo sino que parece un rasgo que, por oposición a la edad normalmente avanzada de los miembros del consultivo o legislativo, queda ya subrayada en la historia del mundo antiguo.
Plenitud varonil
El liderazgo carismático en las sociedades que están en proceso de transformación en la historia es normalmente detentado por jóvenes caudillos y gobernantes que representan la faceta más efectiva y efectista del poder ejecutivo. No hay más que pensar en la antigua Atenas, donde se potenciaba la elección de estrategos a los 30 años, la edad simbólica de madurez, para dirigir las operaciones armadas en un ejército hoplítico formado por personas aún más jóvenes: era esa edad de plenitud varonil la que hacía que estos magistrados, los más poderosos del Estado, fueran más jóvenes que los de otras instituciones. En cambio, los participantes en las asambleas deliberativas de la antigüedad, tanto en Grecia como en Roma, eran tradicionalmente personas mayores. No otra cosa era el Senado romano que la tradicional asamblea de ancianos, pues ahí proviene su nombre, de la palabra latina «senex». Esa tensión subyacente entre la pujanza juvenil ejecutiva y la reflexión deliberativa de las asambleas marcó los sistemas políticos participativos de la antigüedad, la Democracia ática y la República romana. En ambas descollaron jóvenes extraordinarios que cautivaron a las masas por su arrolladora personalidad y sus audaces proyectos militares y fueron encumbrados a la cúspide del poder. Un buen ejemplo era Alcibíades, verdadero «enfant terrible» de la política ateniense, amigo íntimo de Sócrates y uno de los artífices de la osada expedición ateniense a Sicilia en el 415 a. C. en plena Guerra del Peloponeso. Por cierto, una malhadada expedición que terminó en uno de los mayores desastres militares de la Historia Antigua y que, a la larga, pese a las reticencias del experimentado general Nicias, acabo con el descrédito de Alcibíades y su persecución legal hasta terminar con su exilio y, lo que sería mucho peor, con la derrota catastrófica de Atenas frente a Esparta.
También en Roma otros jóvenes terribles provocaron grandes crisis de estado y sacudidas históricas, como los famosos tribunos de la plebe Tiberio y Cayo Graco, que en el siglo II a. C. revolucionaron la República con sus propuestas de reparto del «ager publicus» y sus ideas reformistas en asuntos de la sociedad y la agricultura. El «cursus honorum» de los jóvenes patricios romanos debía empezar bien pronto en una carrera de magistraturas que había de conducir al consulado a una edad no excesivamente avanzada. Pero, sin duda, el mejor ejemplo de los jóvenes audaces en la historia política del mundo clásico son los grandes generales que lograron osadas hazañas y conquistas inolvidables y que marcan los momentos de transición entre sistemas o épocas del proceso histórico. El epítome de todos ellos es, por supuesto, el gran Alejandro III de Macedonia, llamado Magno en la tradición, que realizó los logros más extraordinarios en el menor lapso de tiempo imaginable, llegando a subyugar al gran imperio multiétnico de los persas aqueménidas y extendiendo sus dominios hasta lugares insospechados y nunca antes soñados por un griego. Su temprana muerte a la edad de 33 años lo convirtió pronto en un mito y era un ser casi divino y su estela fue imitada y venerada por sus sucesores, los monarcas helenísticos, y aún más allá en el mundo romano por sus epígonos, los grandes generales tardorrepublicanos y posteriormente los emperadores. Es fama que el propio Julio César, otro ejemplo de joven arrollador, en el transcurso de la campaña política y militar que marcaría su ascenso definitivo al poder omnímodo sobre el Estado Romano, lloró amargamente a orillas del Mediterráneo, más en concreto en las costas de Hispania, al considerar cuán poco había logrado conseguir en su vida, él, que ya había traspasado aquella edad legendaria de 33 años en la que murió Alejandro. No pudo resistirla comparación con el legendario monarca macedonio, mito y leyenda.
El recurrentre caudillo
Son, en todo caso, los momentos de cambio histórico, los que según la filosofía de la historia hegeliana o spengleriana acaecen de vez en cuando para superar una nueva etapa en el devenir de la humanidad, los que parecen propiciar este tipo de figuras jóvenes, cautivadoras y ejecutora de misiones que cambian el curso de las cosas y la faz del planeta. No otra cosa es el liderazgo carismático que tan sagazmente estudió el padre de la sociología, Max Weber, deteniéndose especialmente en la figura del caudillo. Aunque él no lo pudo prever, nosotros sí que sabemos que estas ideas, poco tiempo después de su obra, habrían de sacudir de nuevo la Europa del siglo XX y de los totalitarismos.
Pero, ¿qué nos puede decir en el XXI la proliferación de los imberbes gobernantes? El poder de los jóvenes terribles también tiene sus peligros evidentes, más allá de su notoria brillantez. Lo que los antiguos nos enseñaron en su peripecia histórica y filosófica fue a refrenar el poder de sus impulsos mediante el carácter reflexivo de los órganos deliberativos, generalmente compuestos por gente de mayor edad y más cosas que perder. Así salta a la vista si consideramos la edad media de los combatientes y belicosos personajes que protagonizaron muchas de las guerras de todos los tiempos: la lección indiscutible de ello, la idea clave que nos daría la historia política del mundo antiguo, sería que un sistema equilibrado trataría de obtener una mezcla armónica entre ambos componentes para mitigar la pujanza de esos jóvenes que quieren cambiar el mundo.
Lejos está, por supuesto, esta experiencia antigua, de los regímenes participativos clásicos, de los citados ejemplos actuales de la nueva generación de gobernantes que en las democracias occidentales está alcanzando el poder con edades insólitamente jóvenes. Pero no está de más volver la vista atrás y considerar lo que podemos aprender de la historia antigua. Los grandes Estados participativos del mundo antiguo, la Atenas y la Roma clásica, entraron en una crisis sistémica muy relacionada con la juventud, temeridad y belicosidad crecientes de las figuras centrales de su política, que a la postre desembocaría en su ruina y en el advenimiento de otro tipo de poder relacionado con el estamento militar y con el modo de mando unipersonal.

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