Frank Capra, el hombre milagro
El cineasta, que emigró con seis años a EE UU, siempre creyó en sus semejantes, filosofía que imprimió a sus películas
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Cuando el dueño de un cine francés recibió la orden tajante del Gobierno de Vichy de suspender, en el plazo de treinta días, la proyección de películas estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial, optó por hacer una pequeña encuesta entre los espectadores.
Cuando el dueño de un cine francés recibió la orden tajante del Gobierno de Vichy de suspender, en el plazo de treinta días, la proyección de películas estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial, optó por hacer una pequeña encuesta entre los espectadores. Una sola pregunta bastó: ¿con qué película deseaban despedir a la industria de Hollywood en la Francia ocupada por las tropas de Hitler? La respuesta fue casi unánime: «Caballero sin espada», dirigida por Frank Capra en 1939 e interpretada por James Stewart, Jean Arthur y Claude Rains. Una cinta donde Capra expresa la fe que siempre tuvo en sus semejantes y cuya filosofía vital se resume en estos tres aspectos: la tierra será de los humildes, el origen de todos los males es el amor al dinero, y la verdadera felicidad consiste en hacer felices a los demás. De ese trío de postulados surgieron éxitos de taquilla como los de «Sucedió una noche», «Horizontes perdidos», «El secreto de vivir», «Vive como quieras» y «¡Qué bello es vivir!» Pero, ¿quién era en realidad este auténtico sociólogo de la gran pantalla, cuyo nombre ocupaba el lugar preferente, antes incluso que el de los actores principales, en los créditos iniciales de sus películas? Nacido en Sicilia, el 18 de mayo de 1897, Capra emigró con tan solo seis años a Estados Unidos. Su tez aceitunada y sus rudas maneras apuntaban a las de uno de esos horticultores italianos, a imagen y semejanza de su padre, a quienes tanto debería siempre la industria de la fruta en California. Su padre arribó a Estados con su mujer y sus siete hijos en pasaje de tercera clase y sin más dinero que el necesario para satisfacer la primera cuota para un pequeño huerto en las afuera de Los Ángeles. Así que el pequeño Frank empezó vendiendo periódicos por las calles con su hermano Tony. Con diecisiete años, ingresó en el Instituto Tecnológico de California dispuesto a convertirse en ingeniero químico.
Tocar en los cabarés
Como no tenía ni un centavo para pagarse los estudios, tocaba el banjo en las orquestas de los cabarés y remachaba tuberías en una fundición. Pasó un año entero durmiendo cuatro horas diarias. Se levantaba a las tres de la madrugada para ir a la planta eléctrica municipal de Pasadena, donde le pagaban veinticinco centavos por hora limpiando las máquinas. En 1918, concluidos sus estudios profesionales, ingresó como voluntario en el ejército, siendo destinado con el grado de segundo teniente a un regimiento de artillería de costa. Su dominio de cinco idiomas no le impidió enseñar matemáticas a los artilleros. Al año siguiente murió su padre y Frank, licenciado ya del ejército, regresó a la huerta con su madre. La crisis de los negocios en aquella época abatió el ánimo de Capra, agravado por unos agudos dolores en la región abdominal. Temeroso de que se tratase de una apendicitis y sin recursos económicos para avisar a un médico, permaneció en cama mientras su madre le aplicaba paños de agua fría para aliviar su dolor. Al cabo de unas semanas cesaron los padecimientos, pero le sobrevino una debilidad extrema. Aun así, como necesitaba dinero se puso a podar árboles en la huerta de su hermano, donde le pagaban cuarenta centavos por cada uno. El primer día solo pudo podar dos, pues sufrió un desmayo. Años después, no tuvo más remedio que someterse a una operación por los mismos dolores. Los cirujanos hallaron únicamente colgajos del apéndice, que había reventado y sanado hacía mucho tiempo. Los médicos bromearon diciéndole que se había salvado gracias a que los sicilianos como él eran gente endurecida desde siglos por dar y recibir puñaladas. En 1920 se vio obligado a vender libros y cupones para retratos de puerta en puerta. Hasta que leyó un día la noticia de que Walter Montague, actor de variedades retirado, acababa de instalar un estudio cinematográfico en el antiguo local de un gimnasio. Le faltó tiempo para presentarse allí como «Frank Capra, de Hollywood». Más tarde, llegó a la Columbia Pictures para dirigir El submarino, convertido en todo un éxito y no tardó en erigirse en el principal descubridor de estrellas: Bárbara Stanwyck, Jean Harlow... En sus horas de descanso tocaba el piano, violín o ukelele. Le gustaba ir al cine a ver alguna de sus películas. Con razón, sus amigos comentaban: «Frank es el mejor público de Frank».