Stalingrado, la batalla que consumió a Hitler
Este año se celebra el 80 aniversario de la lucha que chupó la sangre de medio millón de hombres y que decantó la balanza de la II Guerra Mundial
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El 5 de abril de 1942 Hitler emitió su Directiva nº 41 cuyos objetivos eran destruir el resto del potencial soviético y apoderarse de la cuenca del Don, de sus grandes industrias y de los campos petrolíferos del Cáucaso, que garantizarían al Tercer Reich el combustible para ganar la guerra privándole de él a Stalin, que dependía de ese petróleo para el 80% de sus necesidades energéticas. Pensaba conseguirlo trasladando el grueso de su potencial militar al frente sur, paralizando la ofensiva del sector centro hacia Moscú y limitando la del frente norte a la toma de Leningrado: «Nuestro objetivo es barrer el potencial defensivo que les queda a los soviéticos y repelerlos cuanto más lejos sea posible de sus importantes centros de industrias de guerra. Por tanto, primero, todas las fuerzas disponibles serán concentradas para las operaciones principales en el sector sur con el propósito de destruir al enemigo antes de alcanzar el Don y así capturar los yacimientos petrolíferos del Cáucaso y los pasos a través de las montañas del Cáucaso».
Para la «Operación Azul» («Fall Blau») en el sector sur se concentraron cerca de dos millones de hombres (un tercio de rumanos, húngaros, croatas e italianos), casi dos millares de blindados y 1.600 aviones. Las operaciones de primavera significaron un gran éxito aunque las pérdidas fueron relevantes y las infligidas a la URSS, inferiores a las que habían sido habituales en las batallas de 1941, pero Hitler, cegado por las victorias de Voronezh, Jarkov y Sebastopol, creyó que la victoria estaba a su alcance y perdió de vista lo prioritario, el Cáucaso, para buscar un éxito definitivo sobre el Ejército Rojo, cuyo potencial despreciaba, en contra del criterio de sus generales. Stalingrado, simple cobertura de su flanco izquierdo en los planes de «Fall Blau», se convirtió en objetivo prioritario: Hitler dividió el Grupo de Ejércitos Sur en A y B, dirigidos contra el Cáucaso y Stalingrado, respectivamente, y, a continuación, convirtió la toma de Stalingrado –contra la que lanzó dos de sus mejores unidades, el 6º Ejército (Von Paulus) y el 4º Ejército Panzer (Hoth)– en el epicentro de la guerra en la URSS porque, según creía, «Stalin no abandonará a su ciudad».
La Wehrmacht había detectado el peligro, aunque no le sirviera de mucho. Su jefe del Estado Mayor, Franz Halder, escribiría: «Durante el verano tuvimos discusiones diarias. La ofensiva sobre el Cáucaso y Stalingrado fue un error que Hitler no quiso ver. Le dije que, en 1942, los rusos tendrían un millón más de hombres y, en 1943, otro más. Me replicó que era un idiota, que los rusos estaban acabados. Cuando mencioné su potencial industrial, sobre todo su fabricación de unos 600 tanques al mes, le dio un arrebato de rabia y me amenazó con los puños, gritándome: “Es imposible ¡Deje usted de decir estupideces!”».
Stalingrado, una hermosa e industrial ciudad de medio millón de habitantes acostada en la orilla del Volga, fue convertida en una escombrera por la Luftwaffe antes de que llegara el ataque por tierra. El 23 de agosto, según fuentes soviéticas, los alemanes lanzaron sobre la ciudad más de 2.000 toneladas de bombas; el general Chuikov, jefe de la defensa, escribió: «Las casas arden. Los edificios, los palacios de cultura, las escuelas, los institutos, los teatros y otras oficinas se están derrumbando. La ciudad se ha convertido en un auténtico infierno... Las bombas siguen cayendo del cielo oscurecido por el humo. La parte central de la ciudad está devorada por un fuego enorme, inimaginable. Debido a las altas temperaturas ha comenzado a soplar un viento inusualmente fuerte, que aviva las llamas. Parece que todo arde: el cielo y todo el espacio...». Al día siguiente, llegaron a sus arrabales carbonizados las vanguardias alemanas, pero la ciudad no se entregó y sus ruinas fueron embebiendo, en una resistencia numantina, cuanto Berlín pudo lanzar contra ella. Stalingrado, que ya en septiembre carecía de todo valor industrial y humano porque había huido toda la población que pudo hacerlo (hubo no menos de 40.000 muerto bajo las bombas), se convirtió durante cinco meses en el centro informativo de la II Guerra Mundial y en un pulso entre dos mentalidades: por un lado, Hitler, el visionario, aspiraba a aniquilar al Ejército Rojo y a conseguir una victoria política apabullante; por otro, Stalin, astuto zorro, trataba de consumir la superioridad de la Wehrmacht embotellándola entre ruinas. Desde septiembre de 1942 a enero de 1943, el erial de Stalingrado chupó la sangre de medio millón de hombres de ambos bandos, continuamente reforzados para alimentar la lucha, sin que Von Paulus lograra terminar con los nidos de resistencia en la derecha del Volga. En tanto, Stalin reunía los medios para replicar.
«Operación Urano»
Lo hizo con la «Operación Urano». El 19 de noviembre de 1942, los generales Rokosovski, Vatutin y Yeremenko, al frente de un millón de hombres, 20.000 cañones, 1.500 blindados y 1.300 aviones, destrozaron las líneas de los aliados del Tercer Reich (rumanos, italianos y húngaros) que protegían los flancos alemanes, abriendo amplias brechas por las que el Ejército Rojo penetró hasta cercar a Von Paulus contra el Volga, reduciéndolo a un territorio nevado de 2.400 kilómetros cuadrados donde quedaron encerrados 250.000 soldados (6º Ejército, parte del 4º Panzer y restos de unidades aliadas sin provisiones, pocas armas y escaso valor militar).
Cuando el cerco aún no se había consolidado, Von Paulus solicitó permiso para romperlo y replegarse, pero Hitler le ordenó que continuara hasta terminar con la resistencia soviética y lo mismo le sucedió en dos ocasiones posteriores, pues el Führer prestó oídos a Hermann Göring, que se comprometió a abastecer a los sitiados, y él, obcecado, ideó una nueva consigna: «¡Haremos de Stalingrado un nuevo Alcázar de Toledo!». No era lo mismo y la Luftwaffe, con enorme desgaste y en dos meses y medio, solo pudo suministrar 12.000 toneladas, menos del 25 % de lo imprescindible.
Ante la avalancha soviética, Hitler trató de remediar el desastre poniendo al frente de la zona a Erich von Manstein, quizá su general más capaz, pero no le proporcionó fuerzas suficientes. Con lo poco que tenía, Manstein encargó a Hermann Hoth que sacara a Von Paulus del atolladero, pero no lo consiguió, aunque la víspera de Navidad su columna lograra acercarse a 50 kilómetros de la ciudad. El agotamiento de los cercados, incapaces de hacer una salida, y la comprometida situación de sus flancos, obligó a Hoth a replegarse. El 6º Ejército prolongó su resistencia, pero, carente de víveres y munición, su capitulación era ineluctable.
El 30 de enero, Hitler trató de galvanizar a Von Paulus con un nuevo gesto: le nombró mariscal porque «nunca se ha rendido un mariscal alemán». No funcionó: el nuevo capituló el 31, cuando ya no podía dar a sus ayudantes ni un mendrugo de pan. Aunque las cifras son controvertidas, parece que entre el 10 de enero y el 3 de febrero de 1943 se rindieron 113.000 alemanes, que partieron hacia los campos de concentración, donde morirían como moscas. Al parecer, solo unos seis mil volvieron a Alemania años después.
Yakulevich Malinovski, mariscal jefe del 2º Ejército de la Guardia en las operaciones del frente de Stalingrado, aseguró haber capturado o destruido 2.000 tanques, 2.000 aviones, 10.000 piezas de artillería y no menos de 5.000 vehículos, cifras quizá un tanto propagandísticas, pero el Estado Mayor alemán reconoció que habían perdido la producción de seis meses de blindados y vehículos, cuatro meses de artillería y dos de de armas individuales. Las pérdidas humanas fueron atroces: entre julio de 1942 y febrero de 1943, ambos ejércitos sufrieron 1.400.000 bajas (medio millón de muertos). Y, además, debe añadirse que perecieron más de cien mil civiles, que medio millón de personas lo perdió todo y que una hermosa ciudad resultó arrasada.