Historia

Cuando a Cataluña se la disputaban Francia y España

En la Guerra de los Segadores, el principado fue un campo de batalla en el que se decidió la hegemonía europea y donde chocó la Generalitat y la Corona francesa

Vista y plano del asedio de Tarragona en 1644 (siglo XVII), grabado coloreado de Sébastien de Pontault de Beaulieu (1612-1674).
Vista y plano del asedio de Tarragona en 1644 (siglo XVII), grabado coloreado de Sébastien de Pontault de Beaulieu (1612-1674).Österreichische Nationalbibliothek, Viena.

En 1650, Gaspar de Bracamonte Guzmán, conde de Peñaranda, quien había liderado la legación de la Monarquía Hispánica en las negociaciones de paz de Westfalia, remitió al rey Felipe IV un memorial sobre el estado de la monarquía. En este, el experimentado diplomático observó que la guerra que la Corona sostenía en Cataluña desde hacía diez años era la más costosa de cuantas estaba librando España –y no eran pocas–. Entre tanto, en Francia, la guerra civil de la Fronda, que enfrentaba a destacados nobles con la regencia de Ana de Austria durante la minoría de edad de Luis XIV, se extendía por las provincias de Normandía, Borgoña, Poitou, Limousin y Guyena. El telón de fondo de la crisis de ambos reinos era la Guerra de los Segadores. Las disputas en torno a la posesión del principado, que se había rebelado contra Felipe IV en 1640 con apoyo francés, habían impedido que las delegaciones española y francesa llegasen a un acuerdo en las negociaciones de Münster, y la contienda no se resolvería hasta la Paz de los Pirineos de 1659, que fijaría las actuales fronteras entre ambos países.

Para la corona francesa, aunque Luis XIII había sido proclamado conde de Barcelona y Luis XIV había heredado el título, Cataluña fue una moneda de cambio en Münster. Los delegados del rey niño ofrecieron a los de Felipe IV la devolución de la totalidad del principado, incluidos el condado del Rosellón y los vizcondados del Conflent y el Vallespir, a cambio de la cesión de los Países Bajos españoles.

Lógicamente, los plenipotenciarios hispánicos rechazaron la oferta, que se realizó a espaldas del enviado de la Generalitat y el Consell de Cent de Barcelona, Josep Fontanella, regente de la Real Audiencia de Cataluña, que a pesar de desplazarse a Münster ni siquiera pudo intervenir en las conversaciones. Los delegados españoles vetaron su presencia, y el nuncio pontificio en Colonia, Fabio Chigi –futuro papa Alejandro VII–, que ejercía como intermediario entre las legaciones española y francesa, se mostró de acuerdo. Naturalmente, Bracamonte filtró la proposición de los galos al representante catalán en aras de dividir a sus adversarios. La corte de París acabó ordenando a Fontanella, al que se consideraba más proclive a los intereses del principado que a los del rey-conde, que retornase a Barcelona.

El deslucido papel del delegado catalán en Münster fue una prueba más de la tensión creciente en las relaciones entre las autoridades catalanes y los representantes de la Corona francesa en el principado. Dado que el virrey, en calidad de capitán general, debía hacerse cargo de las operaciones militares contra las armas españolas, el ministro principal francés, el cardenal Mazarino, había designado como visitador general de Cataluña a uno de sus fieles, Pierre de Marca, obispo de Conserans, que afianzó al poder real a costa de la Generalitat, persiguió a los sospechosos de simpatías castellanistas –lo que lo llevó a desterrar a la totalidad de los obispos catalanes– y tejió una red de influencias que le permitió infiltrar en varios puestos de poder a catalanes de confianza como Josep de Margarit y Francesc Martí i Viladamor, que pasaron a Francia tras la rendición de Barcelona ante el ejército español de Juan José de Austria en 1652.

Los motivos de las fricciones entre catalanes y franceses eran diversos. El que más quejas suscitó fue, irónicamente, el alojamiento de tropas en localidades y villas catalanas. El dietario de la Generalitat está repleto, en la década de 1640, de quejas de distintos municipios ante los robos y atropellos de las tropas francesas contra los habitantes de los pueblos en los que se alojaban durante el invierno. Estos pueblos se quejaron también en numerosas ocasiones de la Tasa del Batallón, un impuesto extraordinario destinado el pago de las tropas reclutadas por la Generalitat para servir bajo bandera francesa. No es extraño que, ante semejante panorama, Felipe IV ganase más y más adeptos a medida que sus ejércitos avanzaban en el principado. Un buen ejemplo de ello son las revueltas del Valle de Arán (1643) y de la Plana de Vic (1652). A la postre, la dureza de la ocupación francesa y la benignidad de Felipe IV ante la capitulación de Barcelona dejaron huella en el principado, la hostilidad de cuyos habitantes hacia Francia y su afición a la casa de Austria cobraría un destacado protagonismo, medio siglo más tarde, en la Guerra de Sucesión española.

Para saber más

Desperta Ferro
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“La Guerra de los Segadores (II). Cataluña, entre Francia y España”

Desperta Ferro Historia Moderna n.º 61

68pp. 7,50€