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El grano en el culo que eclipsó al Rey Sol

Luis XIV de Francia libró decenas de batallas, pero ninguna le supondría tantos padecimientos como este quiste pilonidal sacrocoxigeo con el que se despertó la mañana del 15 de enero de 1686
Museo del Prado

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Esta es la historia de un grano. El cuento de una fístula que le podía haber tocado a usted o a mí porque no hay nada más natural que eso. Sin embargo, esta vez, la china no fue para un currito, sino para un miembro de las altas esferas. Lo que viene bien para recordar que hasta el más poderoso del planeta es humano y está expuesto a las penurias de cualquier mortal. Fue el consuelo que encontró José Ángel Barrueco para sobrellevar sus propios castigos. Nada como hacer bueno eso de mal de muchos, consuelo de tontos. Partiendo de su dolencia, el autor empezó a indagar en grandes figuras de la Historia que tuvieron malestares similares hasta que dio con él, protagonista ahora de «Culo de gallina» (La Uña Rota). El pobre hombre, no en poder ni en dinero y sí en padecimiento, fue Luis Diosdado de Borbón. Luis XIV de Francia. Todo un Rey Sol.
«Le grandeur», que se tendría que pegar con todas las naciones de su alrededor y que iba a salir airoso –ejemplo de ello es la hegemonía francesa– fue a levantarse la mañana del 15 de enero de 1686 como si se tratara de un día más en su vida, pero no. Sintió un latigazo en el centro de sus posaderas de esos que no se desean ni al enemigo y, aun así, siguió con el ritual habitual en sus despertares como si allí no pasase nada. Libro de oraciones, una pila de agua bendita y todos los presentes en la habitación, que no eran pocos, rezaron durante un cuarto de hora. Se vistió –camisa, zapatos de tacón alto, peluca de pelo natural...–, se afeitó, se peinó y se marchó a dirigir una nación, detalles que Barrueco ha ido recopilando de diferentes libros e historiadores, pero, sobre todo, de Nancy Mitford y de su monumental biografía «El Rey Sol. Luis XIV en Versalles».
A pesar del escozor que sentía en lo más hondo de sí, aguantaba estoicamente. Su carácter indiferente y su templanza le hicieron parecer un hombre de acero. Dicen que su resistencia al dolor era suprema. Tanta como para no perdonar el copioso desayuno que le esperaba. El contratiempo no iba a poder con el apetito de gigante que le caracterizó. Algo que no habían logrado ni los frecuentes cólicos que padecía ni una dentadura mellada. Entre sus prioridades siempre estuvo la de llenar su panza de los manjares que tanto le gustaban (melones, marrón glacé, calabacines, piezas de caza, guisantes...). No debía temer a lo que solo parecía un picor pasajero, pues, como cuentan los diarios reales –«Journal de la Santé du Roi Louis XIV de l’année 1647 a l’année 1711»–, a finales de 1685 estaba relativamente sano.
De hecho, la anécdota parecía quedarse ahí. El pequeño tumor, ya palpado por los médicos de la Corte, no daba más guerra de la necesaria y el monarca hasta montaba a caballo en los días siguientes. Pero fue una felicidad a medias, pues el engorro despertaría de su letargo. El 31 de enero el problema se ampliaba, aquel molesto grano se había dilatado y se endurecía progresivamente. Las incomodidades crecían en cada visita al trono-retrete (literal). El Borbón, que había puesto de moda vivir en Versalles, empezaba a sufrir en cada paso que daba y, precisamente, en el punto donde más le tocaba el orgullo, en la retaguardia. Homófobo él, había intentado acabar con la sodomía en la Corte, pero, como también cuenta Mitford, no lo hizo porque su hermano era el más famosos de estos adictos al «vicio italiano», que se decía. Pese a haber terminado como un roble el año anterior, la salud de Luis XIV siempre se caracterizó por ser mucho más endeble de lo que aparentaba su rostro impertérrito. Sarampión, escarlatina, piorrea, sinusitis maxilar, diabetes, paludismo, viruela, tifus... dieron buena cuenta de ello.
Ese mismo día 31, los doctores insistieron en que había que comenzar a tomar medidas: aplicar algún tipo de remedio que bajase semejante hinchazón. El 5 de febrero ya lo pasó en la cama y empezaron a aplicarle cataplasmas de todo tipo: el primer mejunje registrado en los diarios es una mezcla de harinas de «orob», habas, centeno, cebada y semillas de lino molidas en un mortero; más adelante llegaría un emplasto de albayalde cocido y de cicuta; y también «manus Dei», compuesto por más de una docena de ingredientes y aplicado con la punta de una pluma que hizo supurar la fístula.
Tras varias semanas anómalas se hizo imposible aplacar los rumores y la dolencia llegó a oídos de los charlatanes, que no dudaron en ofrecer sus remedios curativos al rey. Este, desesperado, quiso escucharlos a todos, aunque, como sospechaban los médicos, ningún milagro cumplió su fin. Cada vez disfrutaba menos de sus quehaceres diarios. A duras penas despachaba a los ministros, elegía suministros, iba a misa o paseaba por los jardines. Eso sí, su estómago no perdía el tiempo y los atracones de sopas, perdices, faisanes, patos, corderos, ensaladas, pasteles, jamón, fruta, pan y vino seguían siendo una constante. Pero hasta esto, lo poco bueno que le quedaba, se le terminó. Festejos y comilonas llegaron a su fin por aquel incómodo compañero de viaje. Las pomadas y demás remedios no ponían cura al complicado absceso. Incluso la gota haría aparición el 21 de febrero. Dos días más tarde, se le aplicarían dos piedras de cauterio más. Lo abrieron con una lanceta y una tijera y, tras expulsar parte de los males, se vendaría la zona con supurativo y más «manus Dei». A la jornada siguiente, un bálsamo «verde» para relajar aquella batalla quirúrgica.
Avanzó el año, llegó la primavera y nada. El trasero seguía sin vistas de mejora. En marzo, la ulceración perianal presentaba peor aspecto y, para el día 25, los doctores purgaron una vez más (hubo jornadas en las que este proceso se repitió hasta en una decena de ocasiones). La estricta dieta le tenía desquiciado, pero era lo que tocaba. Para mayo llegaron las inyecciones de tintura de mirra y aloe. Otra perrería estéril. Como tampoco ayudaba que el hombre continuara subiendo a su caballo como si no pasara nada. Esta práctica le produjo un pequeño «culo de gallina» a la entrada de la fístula. En castellano, una especie de dureza que se hinchaba con pus. El remedio ante semejante contratiempo fue aplicarle un pincel untado en aceite de gaiac, un árbol. Cualquier cosa valía con tal evitar lo que ni por asomo quería el rey: una operación que terminaría llegando a finales de año. Para ello, Félix de Tassy, cirujano real y conocedor de ese desenlace ineludible, se puso a ensayar en los fistulosos de París. Ataviado de gorguera blanca y de toga y bonete negro, pasó de no haber metido mano a uno de estos granos a transformarse en un maestro de la técnica. No fueron pocos los que le sufrieron para que cumpliera ante «Le grandeur». Finalmente, entre el cirujano y su ministro de Guerra, François-Michel Le Tellier, le hicieron ver que no había otra salida, así que no quedó otra que poner fecha a la operación: 18 de noviembre de 1686.
Impasible como siempre, el 17, nadie que no estuviera en el ajo sospechaba que al siguiente amanecer se produciría el acto. El monarca durmió bien. No tanto los responsables de la operación, pero a las cinco de la mañana comenzó la empresa. Primero, una pluma que le despertase con ligeras cosquillas y, luego, una lavativa para despejar el camino. A las ocho, De Tassy realizaría la primera incisión. El paciente dijo «Dios mío» y poco más. Todo salió según lo previsto y el quiste localizado entre el intestino y el ano fue extirpado. Tocaba reposo, pero esa misma noche Luis XIV celebraría un consejo alrededor de su cama. Un asunto tan banal como un grano no podía detener Francia.
No fue agradable, pero permaneció en relativa paz hasta el 4 de diciembre. Sin embargo, el día 8, la reunión entre médicos y farmacéuticos concluyó que la herida no evolucionaba como les gustaría, así que en las 48 horas siguientes Luis el Grande descendería al Purgatorio del bisturí hasta en dos ocasiones más. El 27 de ese mismo mes el tema seguía incandescente y se programó una nueva intervención para el primero de 1687. No había mejor manera de empezar el año. El 7 de enero, más lanceta y tijera y, después, polvo para úlceras. Fue la purga definitiva. Una semana más tarde Luis XIV paseaba entre naranjales. El 15, justo un año después del triste y doloroso levantamiento, los doctores lo dieron por sanado y el hombre de acero volvió, nadie sabe con qué fuerzas, a cabalgar para celebrar el fin de la peor batalla de su vida.
  • «Culo de Gallina» (La Uña Rota), de José Ángel Barrueco, 112 páginas, 10 euros.

DIOS SALVE AL «ROI» Y A LA «QUEEN»

Después de todo el periplo de un año de penurias, el Rey Sol solo quería dar gracias por su curación. No era para menos: esa misma dolencia fue la causa de la muerte de Enrique V de Inglaterra y de Juan de Austria, hermano de Felipe II. Y para mostrar su respeto al Divino acudió al convento de Saint-Cyr. Allí se encontraban 200 muchachas de entre 6 y 19 años que le esperaban desde mucho tiempo antes, pero el momento se había retrasado por las sucesivas cirugías. Hijas de familias pobres y de caballeros rurales, habían escrito un himno para celebrar su restablecimiento. Al frente del coro estaba la madre superiora, Madame de Brinon, y al canto, titulado «Dieu Sauve le Roi», le añadieron una música compuesta por el italiano Jean-Baptiste Lully, compositor favorito del monarca. Con el tiempo, esta cancioncilla cruzaría el Canal de la Mancha, con la ayuda inestimable de G. F. Handel, para convertirse en el «God Save the Queen» con el que todavía festejan los ingleses. Pero no son los únicos a los que les gustó. Esa misma música, aunque con distinta letra, se puede escuchar en el himno de Lichtenstein, «Oben am jüngen Rhein» («Arriba del joven Rin»).

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