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La batalla de Noáin, la defensa de Maya y el fin de la conquista de Navarra

Azuzado por Francisco I de Francia, Enrique II de Navarra
Gendarmes franceses en una miniatura de Jean Bourdichon (1457-1521) para el poema Voyage des Gênes (ca. 1507-1520) de Jean Marot (ca. 1450-ca. 1526/1527)
Gendarmes franceses en una miniatura de Jean Bourdichon (1457-1521) para el poema Voyage des Gênes (ca. 1507-1520) de Jean Marot (ca. 1450-ca. 1526/1527)Bibliothèque nationale de France, París
La Razón
  • Javier Veramendi B. (Desperta Ferro Ediciones)

    Javier Veramendi B. (Desperta Ferro Ediciones)

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El 30 de junio del año 1521 se decidió en el llano entre los pueblos de Noáin y Esquiroz, cerca de la ciudad de Pamplona, el destino del reino de Navarra. Invadido nueve años atrás por los ejércitos de Fernando el Católico, el reino pirenaico había sido anexionado a la corona de Castilla en 1515, a pesar de lo cual sus antiguos monarcas de las casas de Foix y Albret, Juan III y Catalina, y después el hijo de ambos, Enrique II, refugiados en sus territorios al norte de los Pirineos, no se resignaron a su pérdida e intentaron recuperarlo en varias ocasiones. La última y más importante de ellas se produjo en 1521, cuando tropas navarras y bearnesas al servicio de Enrique, apoyadas por un numeroso contingente francés enviado por su aliado y a la postre cuñado, Francisco I de Francia, avanzaron victoriosas por Roncesvalles, tomaron Pamplona casi sin oposición e incluso entraron en Castilla para asediar Logroño en un intento de dar alas a los comuneros, seriamente debilitados tras la derrota de Villalar.
La respuesta imperial no se hizo esperar. El ejército de Carlos V, dirigido por el almirante y el condestable de Castilla, avanzó sobre Pamplona y dio batalla a los franceses y navarros dirigidos por André de Foix, señor de Lesparrou. De poco sirvieron los poderosos cañones y los pesados gendarmes de élite ante la superioridad numérica castellana, más aún cuando la infantería gascona rompió filas. Pamplona abrió sus puertas sin oponer resistencia, mientras que los fieles a Enrique II se defendieron en los valles pirenaicos. Los últimos fueron doscientos hombres a las órdenes del capitán Jaime Vélaz de Medrano, que se aprestaron a la defensa en el castillo de Maya. Entre ellos estaban el hijo del alcaide, Miguel Vélaz de Medrano; Miguel y Juan de Jaso y Azpilicueta, hermanos de san Francisco Javier; Víctor de Mauleón, señor de Aguinaga, y otros nobles y caballeros. Cuenta el cronista Francisco de Alesón en sus Annales del Reyno de Navarra (1715) que «todos ellos eran agramonteses, y estimaron esta retirada dentro de la patria más para mostrar su fidelidad antigua que para su descanso».
En verano de 1522, Vélaz de Medrano y los suyos fueron asediados por un numeroso ejército castellano dirigido por el virrey de Navarra, Francisco de Zúñiga Avellaneda y Velasco, conde de Miranda, secundado por Luis de Beaumont, condestable de Navarra y líder de la facción nobiliaria beamontesa, hostil a los agramonteses. Los castellanos contaban con dieciséis cañones que batieron los muros de la fortaleza desde el 13 de julio como previo paso a un asalto general. Los defensores resistieron con bravura: «La plaza fue embestida con gran coraje, pero aún fue mayor el esfuerzo de los agramonteses que estaban dentro. Abierta la brecha, fue tal la bizarría y arrojo con que los sitiados repelieron los primeros combates, que el virrey quedó admirado», escribe Alesón. Ante la falta de avances, el virrey ordenó minar uno de los cubos. La explosión surtió efecto y, aunque los navarros rechazaron tres asaltos, exhaustos y malheridos muchos de ellos, se rindieron ese mismo día. La resistencia siguió ya fuera fronteras del reino, en Fuenterrabía, pero, para 1524, los navarros fieles a Enrique II tuvieron que optar por huir con su rey al norte de los Pirineos, donde su corte de asentó en Pau, Bearne, o bien aceptar el perdón imperial y volver derrotados a sus hogares.
La contienda supuso para los antiguos monarcas navarros la pérdida definitiva de sus territorios al sur de los Pirineos –no así de la Baja Navarra, Bearne y otros feudos dentro del reino de Francia–, al tiempo que abrió procesos de evolución divergentes para unos y otros. Tras la conquista, los navarros peninsulares empezaron a verse a sí mismos como un «viejo reyno», el primero que inició la reconquista junto con Asturias, y aprovecharon la oportunidad de crecer fuera y escapar de la disciplina banderiza que había predominado durante el siglo XV y las primeras décadas del XVI. En 1632, Pedro Agramont comparó la unión a Castilla con «salir a volar un pájaro de su nido para andar por todo el mundo», una metáfora de autonomía y de libertad. Distinta fue la suerte de los bajonavarros, pues, aunque sus monarcas consolidaron un Estado independiente al norte de los Pirineos, este acabó integrado en Francia cuando aquellos asumieron la corona de dicho reino y, a principios del siglo XVIII, se quejaban del importante deterioro de sus fueros y el mal pago de su fidelidad.

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