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Cuando Franco, al frente de la República, paró la Revolución de Asturias

La gran amenaza de una revolución comunista fue sofocada con apenas 1.500 muertos, gracias a legionarios, regulares, y la dirección del general Franco
Revolución de Asturias
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Franco se convirtió en el general favorito de los radicales y de la CEDA para defender el orden dentro de la República. El motivo es que no se fiaban de los oficiales nombrados por Azaña entre 1931 y 1933 para la represión de los motines y revoluciones. Así, entre diciembre de 1933 y enero de 1934, costó mucho sofocar el alzamiento anarquista en Aragón. Tuvo que intervenir el ejército incluso con tanques para acabar con los insurrectos. La situación hizo que dimitieran los ministros de Gobernación y de la Guerra. Diego Hidalgo ocupó este último ministerio. Lo primero que hizo fue confesar que por desconocimiento necesitaba asesoramiento militar. En febrero de 1934, Hidalgo conoció a Franco. Pronto le pareció un hombre de confianza porque no quería saber nada de conspiraciones políticas. En su visita al cuartel de Baleares, donde estaba destinado Franco, vio la disciplina con la que manejaba a las tropas y su frialdad para resolver los problemas.
A comienzos de 1934, Franco no estaba para politiqueos. Pilar Bahamonde, su madre, enfermó de neumonía. Murió en la casa de la hermana de Franco el 28 de febrero. En público no soltó una lágrima, pero en privado se desmoronó. La ausencia del padre había hecho que el militar estuviera muy vinculado a su madre. Quizá por esto no mostró mucha ilusión cuando Hidalgo, el ministro de la Guerra, consiguió que el Gobierno le nombrara general de división a finales de marzo, siendo el más joven de España. Franco contestó con un telegrama de agradecimiento protocolario.
Mientras, el Gobierno conocía que se estaba preparando una revolución contra la legalidad republicana, con la implicación de socialistas, anarquistas y nacionalistas catalanes. Sin embargo, Hidalgo no se fiaba del general López Ochoa, general de división del Ejército de Tierra, por ser un republicano liberal y golpista en 1930. Su historia es triste. Fue linchado en agosto de 1936 en el patio del Hospital Militar de Carabanchel por los frentepopulistas, que lo decapitaron para pasear su cabeza por Madrid. El motivo del asesinato fue que en 1934 el Gobierno le ordenó la campaña de represión de la revolución de Asturias. Hidalgo tampoco se fiaba del general Masquelet, jefe del Estado Mayor, por creerle vinculado a Azaña. Por estas razones, Hidalgo pidió a Franco que dirigiera la campaña, ya que temía la confraternización de los sublevados con las tropas gubernamentales.
Franco había pedido permiso para viajar a Oviedo para vender unas tierras de su mujer cuando estalló la revolución el 4 de octubre. Hidalgo le ordenó que se quedara en Madrid, en el ministerio, para asesorarle. La situación empeoró el día 5 cuando el gobernador civil de Asturias tuvo que ceder el control de la región al comandante militar de Oviedo, el coronel Navarro, que declaró la ley marcial. Esto no arregló nada, y el 6 de octubre Alcalá Zamora, presidente de la República, encomendó al general López Ochoa la dirección de las tropas en Asturias. Esto se hizo tras un grave conflicto dentro del Gobierno. Hidalgo y otros ministros querían a Franco en la dirección, incluso como jefe del Estado Mayor. A pesar de la negativa de Alcalá Zamora, Hidalgo, con la autorización de Lerroux, puso a Franco al frente de las operaciones desde el ministerio en Madrid vía telefónica y telegráfica. El sistema era que Franco proponía las acciones e Hidalgo firmaba las órdenes, lo que se vio favorecido por la declaración por decreto del estado de guerra. No era para menos ya que los revolucionarios habían tomado Gijón, Avilés, parte de Oviedo y la fábrica de armas de Trubia.
El general Franco improvisó un Estado Mayor con Francisco Franco Salgado-Araujo, su primo militar, y Francisco Moreno Fernández y Pablo Ruiz Marsetos, capitanes de la Armada. Se instalaron en la sala de telégrafos del ministerio de la Guerra. En esas dos semanas controlaron los movimientos de la infantería, de la Armada y de los trenes. Así, Franco podía mover a las tropas y ordenar los bombardeos de la costa. Pero al igual que Hidalgo desconfiaba de la lealtad ciega de la tropas mandadas por López Ochoa, que ya había iniciado negociaciones con Belarmino Tomás, dirigente revolucionario. Por eso ordenó el envió de dos banderas de la Legión y dos tabores de Regulares mandados por el coronel Juan Yagüe, su amigo desde la Academia. También sustituyó a su primo el comandante Ricardo de la Puente Bahamonde, responsable del aeródromo de León, por negarse a bombardear Oviedo. Su historia también es triste: fue fusilado en Ceuta el 4 de agosto de 1936 por oponerse al golpe.
El 11 de octubre las tropas republicanas entraron en Oviedo, y el 18 ya había terminado la revolución. En total, unos 1.500 muertos. Un periódico entrevistó entonces a Franco, que declaró que había detenido una rebelión dirigida por Moscú para instalar una dictadura comunista. Pensó lo mismo en 1936.

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