Anécdotas de la historia
El día que Castelar salvó la vida a Echegaray
Una carta en la Biblioteca Nacional da testimonio de la heroica intervención del republicano conservador en defensa del que sería Premio Nobel de Literatura, que fue antes diputado
Salvó la vida Los gorros colorados habían cercado el Congreso de los Diputados. Estaban bien organizados por los comandantes de la milicia federal. Su jefe en la sombra era Nicolás Estévanez, canario, muy echao’ p’alante, que había sido nombrado gobernador civil de Madrid por Pi y Margall, el número 1 del gobierno federal. Estévanez había repartido armas y colocado a sus hombres entre los milicianos. Participaban en un golpe de Estado para evitar que el Ejecutivo fuera cesado por la Asamblea Nacional. Cosas de la revolución salvadora, del mesianismo político, de los utópicos que chapotean en sangre ajena. Era 23 de abril de 1873.
Dentro del Palacio, los diputados oían las amenazas. No había Guardia Civil custodiando el edificio porque Estévanez la retiró para facilitar el golpe. Mientras, en el salón de plenos los políticos radicales, que eran mayoría en la Asamblea, discutían sobre cómo discutir lo indiscutible, que era que al frente del Gobierno de España había una banda que propiciaba el desorden para sacar del caos la hegemonía política que les permitiera imponer su proyecto político.
Fuera, un tipo con gorro frigio y un fusil Remington robado al ejército, no dejaba de gritar. El vino aguado que habían repartido en la sede de la milicia exaltaba el federalismo revolucionario de cualquiera. “¡Mueran los radicales y los monárquicos! ¡Arriba el pueblo!”, exhaló desgañitándose frente a la puerta del Congreso. Un periodista de “El Imparcial”, con amplia experiencia en cubrir altercados, le dijo: “¿Vd. no cree que también los monárquicos son pueblo?”. El federal etílico consiguió cerrar la boca un segundo. Aquello supuso una bocanada de aire fresco. “Pueblo es lo que digamos nosotros. Esos -señalando al edificio- son alimañas”, soltó repitiendo lo que había leído en el periódico de su partido. Había que matar al adversario político para que el paraíso federal pudiera hacer feliz a España.
Dentro, el pánico se apoderó de los diputados. Los más avispados decidieron disfrazarse y salir por las ventanas. Los milicianos se dieron cuenta enseguida y apostaron gente en todos los accesos. El edificio quedó bloqueado. Esperaron en vano al ejército para que viniera en su ayuda, pero fue inútil. El ministro de la Guerra, Acosta, siguiendo el plan de Pi y Margall había retenido en el ministerio al general Pavía, capitán general de Madrid, y dado el mando a militares afectos al Gobierno. Ni siquiera era posible ver a un Guardia Civil por las inmediaciones porque Estévanez los había acuartelado.
El telegrafista del Congreso no paraba de enviar mensajes de auxilio a los ministerios. El silencio fue premonitorio. Los golpistas de Pi y Margall habían desconectado los telégrafos quitando una pieza suiza. Tan solo funcionaba el del ministerio de la Gobernación, el de Pi. “Llevamos cuatro horas asediados por la milicia. Tememos por nuestras vidas. Necesitamos ayuda”, se leía en el telegrama. El operario de Gobernación se armó de valor y contestó: “Compañero, sal de ahí inmediatamente. No van a mandar a nadie”.
Las amenazas no cesaban, al contrario, subían de tono a medida que los federales se sentían vencedores. Habían recibido la noticia de que las fuerzas del orden apostadas en la Plaza de Toros se habían disuelto. Ya eran imparables, y más de madrugada, donde todos los gorros colorados son pardos. Estévanez dio la orden y entraron en el Congreso. Lo recorrieron como el agua del océano surca los pasillos de un buque al hundirse. Los diputados se refugiaron en una sala. Estaban perdidos. Fue entonces cuando el diputado radical José de Echegaray -sí, ya saben, el Premio Nobel de Literatura en 1904-, propuso dirigirse a la salida posterior y encomendarse a Dios. En cuanto pusieron un pie en la calle fueron atrapados por los milicianos. No traían en la mirada la felicidad de La Federal, sino hambre de muerte. Los agarraron y empujaron. Parecía el fin. Con suerte morirían de un tiro, no como el alcalde de Tarragona al que los federales desmembraron y arrastraron por las calles.
En ese momento apareció Emilio Castelar, el gran orador de la República. Se plantó entre los asesinos y se señaló el pecho como había visto en una obra del teatro Novedades. “Disparad contra Castelar -dijo con una voz de trueno-. ¿No comprendéis, insensatos, que la República quedaría deshonrada si asesináis a los diputados monárquicos?”. Los sicarios del progreso se apartaron, y Castelar fue acompañando a los diputados de tres en tres hasta el Casino de Madrid, en la calle Alcalá.
Al día siguiente, el 25 de abril, Echegaray, aún ahíto de miedo, escribió a Castelar: “Me ha salvado Vd. la vida (...) con peligro inminente de la suya (...) estuvo Vd. admirable (...) desde la madrugada del 24 crea Vd. que soy su hermano. (...) ¿Salvará Vd. la República? Crea Vd. que lo deseo tanto como lo dudo”. Echegaray acertó. (La carta está en la Biblioteca Nacional).