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La Fornarina, de analfabeta a intelectual en París

La autora de «La magia de la libélula» cuenta la apasionante historia, peripecias y sueños de Consuelo Vello, la culta cupletista que se apagó demasiado pronto
Retrato de "La Fornarina"
Retrato de "La Fornarina"La Razón
La Razón
  • Mari Pau Domínguez

    Mari Pau Domínguez

Madrid Creada:

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«Mi corazón se entrega a ti, como un fantasma, con esa misteriosa poesía que encuentran las almas en los lugares de soledad donde reinan los muertos». Fragmento de un poema atribuido a la artista conocida como La Fornarina, escrito originalmente en francés hacia 1911. A quien entregaba su corazón era al periodista y autor teatral José Juan Cadenas. En realidad, ambos se lo entregaban mutuamente ya que vivieron una de las historias de amor más sonadas, intensas y desafiantes de finales del siglo XIX, época de Pastora Imperio, Raquel Meller, La Goya, la Bella Chelito o La Argentinita.
Consuelo Vello Cano nació en Madrid, en el número 12 de la Cuesta de Areneros (hoy, calle del Marqués de Urquijo), en mayo de 1884. Era hija de Benita, lavandera, una manchega recia natural de El Toboso, y de Laureano, guardia civil de la Tercera Compañía del 14 Tercio, oriundo de una diminuta aldea de Orense. Con sólo nueve años ayudaba a su madre a lavar en la orilla del río Manzanares desde antes de que saliera el sol, desollándose sus pequeñas manos ateridas por el relente matinal. En aquellos tiempos el estrato social más bajo lo representaban las lavanderas y las prostitutas, y Consuelito era ambas cosas. Acuciada por la necesidad económica de su familia acabó vendiendo su cuerpo en los soportales de la Plaza Mayor, donde a diario enterraba su inocencia a los catorce años a cambio de unas míseras monedas al amparo de la noche.
La historia de esta chiquilla resulta tan fascinante como increíble. Es un caso excepcional de superación y de ahínco por cumplir un sueño que la sacara de la pobreza extrema. Y, por imposible que pudiera parecer considerando sus orígenes, lo consiguió con creces. Pasó de ser analfabeta integral a intelectual y la artista más aclamada en toda Europa y buena parte de América, comenzando por Nueva York. Se convirtió en una voraz lectora de literatura y filosofía, sobre todo la francesa, amante del arte y políglota: aprendió a la perfección cuatro idiomas, inglés, francés, alemán y portugués, llegando a cantar aun en algún que otro más. Cuando murió estaba leyendo a Alfred Musset en su idioma original.
De niña, cuando iba a entregar la ropa lavada y planchada a las señoras de la alta sociedad, se quedaba embelesada ante los carteles del Teatro Apolo, en los que figuraban artistas de la talla de Joaquina Pino o Lola Membrives, aunque en aquel entonces tenía que pedir a los transeúntes que se los leyeran porque ella no sabía. Lo que sí tenía claro es que deseaba figurar en ellos algún día, cuando llegara a ser una gran cupletista. Consuelito era una criatura bella, de innata elegancia y naturalidad, y extraordinaria calidad humana, que ejercía una poderosa atracción en quienes la conocían. Así ocurrió con el pintor y escritor de origen francés Alejandro Saint Aubin, el primero en animarla a que se presentara a una audición en el Teatro de la Zarzuela, donde la seleccionaron por su talentosa gracia y su derroche de simpatía sobre el escenario. El calendario marcaba el inicio de 1902. Consuelito tenía diecisiete años y actuaba de relleno en la compañía.
Pocos meses más tarde daría la campanada en el mítico Salón Japonés, con un irrelevante papel en una obra tremenda llamada «El Pachá Bum-Bum» pero en la que destacó por ser la primera actriz que actuaba desnuda sobre las tablas, lo cual no era del todo cierto ya que lo hacía embutida en una ajustadísima malla de color carne que provocaba ese efecto óptico.
El Japonés, al igual que otros teatrillos como el Salón Actualidades, eran clausurados cada dos por tres por inmorales. Antes de que despuntara como artista, la imagen de La Fornarina empezó a circular en postales que pronto generarían un auténtico mercado negro al ser requisadas por las mismas autoridades de la moral que cerraban las salas en las que actuaba. Eso generó mayor morbo y muchas de aquellas imágenes prohibidas que se vendían por miles alcanzaron precios astronómicos.
Poseía una cualidad única que enfervorecía al público, y es que interpretaba con una angelical inocencia nada impostada un repertorio subido de tono. Algo así como una inocente picardía. Rehuía de lo ordinario y vulgar, hasta el punto de que, por más que el público se lo pedía, jamás quiso cantar «La pulga».
Los mayores éxitos
El caprichoso destino cruzó su vida, a los 19 años, con la de su gran amor, José Juan Cadenas, de 31, precisamente en el foyer de un teatro, el Romea, entonces un local de poca monta. El foyer era el vestíbulo de las salas teatrales, en el que las artistas alternaban con los espectadores haciéndoles consumir para sacarse un dinerillo que completara los escasos ingresos que percibían de taquilla.
La noche del 5 de noviembre de 1903, tras el estreno de «La bodega del diablo», en la que Consuelo actuaba, ni ella ni Cadenas, cautivado por la joven desde el primer instante, imaginaban cómo aquel encuentro iba a cambiar sus vidas.
El periodista era lo que se considera un hombre de mundo. Había vivido en varias capitales europeas desempeñando tareas de corresponsal de prensa. Culto, elegante y apuesto, excelente conversador y con un innegable don de gentes, su afán conquistador fue la perdición de la pareja. Eso y el fuerte carácter de ambos. Consuelo, desafiando la moral imperante, no dudó en vivir con él sin estar casados, algo que su familia jamás aceptó.
Él la animó a estudiar idiomas, canto, solfeo, danza, declamación… Y le presentó, en París, a su amigo Quinito Valverde, un tipo talentoso y singular, que había elegido la bohemia parisina como válvula de escape de un turbio lío amoroso en España que le obligó a poner pies en polvorosa. Quinito era hijo del conocido compositor Joaquín Valverde, asiduo colaborador de Federico Chueca. El repertorio que Cadenas –letra– y Valverde –música– crearon para La Fornarina le proporcionó los mayores éxitos de su carrera. Cuplés como «El polichinela» («cuanto más me tiras, más gusto me das»), «Clavelitos», «La canción del Rhin» o «Luna Park», desataron una auténtica locura que se extendió por toda Europa. Claveles rojos y su espectacular mantón de Manila la acompañaron por Leipzig, Berlín, Lisboa, Oporto, Copenhague, Hamburgo, Viena, Holanda, Suiza…
En el Teatro Gran Kursaal, de Madrid, se anotó uno de los mayores triunfos de su vida, con un lleno absoluto y gente en la calle, en una función en la que, además de coincidir con la famosa Mata-Hari, estrenó el que sería una de sus señas de identidad como cupletista: «La primavera».
En Murcia se llegó a pedir su excomunión coincidiendo con una polémica representación a la que se oponía el sector más reaccionario de la sociedad. Compraron decenas de localidades para ir a reventarle la «impúdica actuación», teniendo que intervenir hasta el Gobernador Civil. El incidente inspiró a su buen amigo Álvaro Retana para escribirle «Mi debut en provincias», «un peligro con faldas, sin dudar, quien la aplaude, de fijo que para en el infierno y allí lo tostarán».
En el círculo infernal de apasionados reencuentros y convulsas rupturas en el que cayeron, Pepe intentó repetir con otra incipiente artista lo mismo que había hecho con ella. Se convirtió en el Pigmalión de Consuelo Torres, Manón, iniciando, igualmente, una relación sentimental unida a la artística. A los 14 años había tenido un hijo con un diplomático casado que no quiso saber nada de paternidades y encima lo llevaba a gala. Pero no tenía madera de artista. A Consuelo todo aquello la dejó destrozada por mucho tiempo. Y cuando se le atribuyó un romance con el famoso torero Rafael Gómez Ortega, El Gallo, ella, con tal de darle celos a Pepe, no lo desmintió. Sin embargo, con el periodista Adelardo Fernández Arias, conocido como El Duende de la Colegiata, sí mantuvo un idilio durante una de sus rupturas con Cadenas, así como una bonita amistad que jamás se rompió.
Ramón Pérez de Ayala le dedicó unos versos en los que afirmaba que Consuelo era digna de aparecer en los frescos de la Capilla Sixtina. Un año llevaba Europa sufriendo la Gran Guerra cuando interpretaba por vez postrera «El último cuplé» dedicado a su autor, Cadenas, «y cuando, al fin, un día yo, como un juguete que pasó, al olvido el público me dé, cuando cante mi último cuplé…», barruntando que la vida estaba dispuesta a escapársele.
Voló alto, rápido y con elegante pasión, como hacen las libélulas, en un vuelo diferente al resto del mundo animal. Y, como ellas, Consuelo Vello fue un ser de luz que se apagó demasiado pronto, con tan sólo 31 años. Murió en el Sanatorio del Rosario, el 17 de julio de 1915, tres días después de una operación ginecológica a la que debía haberse sometido muchísimo tiempo atrás. Hasta el último de sus días se mantuvo sobre un escenario, entregada a su público, perpetuando su sonrisa, para que siguiera viva la llama de los sueños que se cumplen.

LA AMISTAD CON COLETTE

Cuando en 1907 Consuelo y Cadenas se instalan en París, en la rue Godot Mauray, formaron un productivo trío profesional con el maestro Valverde. Se juntaron con una llamativa fauna de artistas e intelectuales, como Mistinguett, Polaire, Ivette Guilbert –magistralmente inmortalizada por Toulouse-Lautrec–, Picasso, Marcel Proust, Maurice Chevalier o la escritora Colette, de quien se hizo muy amiga. La autora de la serie de novelas eróticas sobre la colegiala Claudine siscitaba la mayor de las provocaciones viviendo con otra mujer, la andrógina Matilde de Morny, marquesa de Belbeuf. En el París del Moulin Rouge o el Folies Bergère se sucedían las tertulias en el Café de Madrid.

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